39. El rey del infierno, todo lo ve

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La luz del sol filtrándose a través de la ventana y el sonido de los pajaritos pillando fuera de la casa lo hicieron abrir los ojos.

Estaba feliz. Esa sensación en el pecho era indescriptible, se sentía mejor que nunca y había dormido muchísimo mejor que en mucho tiempo. Aún con la vista somnolienta buscó la fuente del pequeño silbido que escuchaba.

Era mínimo, pero lo podía oír.

Lily descansaba sobre su pecho, tenía los labios entreabiertos y de ellos cuando parecía suspirar entre sueños brotaba un pequeño silbido. Él sonrió, no evitó estrecharla entre sus brazos y soltar un suspiro.

Era, en ese momento, el tipo más afortunado del mundo.

El día anterior después de que hubiesen tomado su merecido descanso, se habían duchado y acostado. Habían hablado de cosas al azar, de los amigos de Oliver y de la única amiga que tenía Lily, Marlie.

Y entonces reaccionó. ¿Qué hora era? ¿Y su teléfono? ¡La universidad!

Salió de la cama con cuidado y casi a regañadientes, del equipaje que estaba en su armario sacó un pantalón de chándal y una camiseta. Primero revisó por toda la habitación en busca de su teléfono, pero no lo encontró; así que con la camiseta en el hombro decidió salir del dormitorio. Bajó las escaleras directo a la sala sin percatarse de la institutriz y guardiana que preparaba café.

Ella se sorprendió bastante al ver al muchacho sin camisa. Tenía una espalda trabajada llena de rasguños que lucían recientes. Parecía que el jovencito había estado ocupado despejando la mente con la señorita Lily.

Oliver rebuscó por los muebles de la sala, pero no encontró nada, y una brisa fresca se escurrió a través del ventanal de la sala que estaba abierto.

—¿Y esto?—farfulló, estiró una mano hacia el ventanal cuando la voz de Alma lo detuvo.

Ella se aclaró la garganta, afortunadamente había llegado cuando ellos se duchaban y no había escuchado la escena.

—Buenos días, joven Zylka.

Oliver se giró, el viento le pegó de lleno en la espalda y de un movimiento se pasó la camiseta por el cuello.

—Ah, Alma—suspiró aliviado, se le había olvidado la presencia de la mujer—.Buenos días, ¿no ha visto por casualidad mi teléfono?

Ella meneó la cabeza, si no hubiese sido porque él bajó las escaleras, no habría notado su presencia—.No, ¿quiere que lo ayude a buscarlo?

—No, no, solo quiero saber la hora.

Alma le dio un vistazo al reloj en su muñeca—.Son las nueve y cuarenta, joven.

Perfecto. Se había perdido su primera clase del día. Qué más daba, ese día se lo tomaría para estar en casa con Lily. Él se pasó una mano por el cabello, chasqueó los labios y se acercó a la cocina.

Alma le extendió una taza con café humeante que olía delicioso, y él le sonrió con agradecimiento.

—¿Algún desayuno en especial?—le dio un sorbo a su taza de café.

El par de ojos aceitunas esperaban una respuesta por parte de Alma.

Ella parpadeó sin comprender y Oliver aclaró:—Voy por el desayuno, ¿le gustaría algo en especial?

—¡Oh, no! ¡No se preocupe, que pena!

Nunca uno de sus jefes se había preocupado por eso. Y estaba abochornada, claro está.

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