Capítulo XXIII

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Akagami Shanks iba de camino al trabajo cuando vio, en la acera, algo que le dejó patidifuso. Era sábado por la mañana, antes de las ocho, e iba a abrir el taller. De normal, Shanks solía ir andando al trabajo, aunque a veces sacaba el coche para darle una vuelta –porque le encantaba conducir. Y al descubrir aquello, agradeció enormemente haber cogido el coche.

Mirando por los tres retrovisores que no hubiese nadie, Shanks hizo un quiebro prohibido y se cambió de carril, parando al lado de la acera de malas maneras. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a su mejor amigo y compañero de trabajo, Benn Beckman.

–Oye, Benn, ¿puedes abrir tú el taller hoy? Se me ha complicado la cosa y no voy a poder ir.

–Sin problemas, jefe –contestó él al otro lado de la línea.

–Bien. Tenéis fiesta por la tarde –dijo Shanks, y colgó enseguida.

Después, se bajó del coche como si la calle fuese suya.

–¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo? –gritó, desde la puerta del piloto con el coche aún en marcha.

En la acera, un grupo de cuatro chavales que iba dando tumbos, mal vestidos y con cara de muertos vivientes, se paró. Se quedaron mirando a Shanks, intentando comprender qué estaba pasando a su alrededor, hasta que Kid reconoció a su jefe al cabo de unos segundos. Se llevó una mano a la cara, sobándosela de forma exagerada.

–Vamos, no me jodas –murmuró, con hastío. Dio un paso hacia delante y se dirigió a Shanks–. ¿Qué coño hacess aquí? –le gritó de malas maneras.

–Eso me gustaría saber –el adulto le contestó, muy serio–. Venga, moved el culo echando lechugas y al coche –les ordenó con un tono de madre que ni siquiera sabía que tenía.

Los adolescentes se miraron entre sí, un poco confusos. Aún iban borrachos a pesar de haber amanecido un par de horas antes, y su cerebro funcionaba a trompicones. Kid soltó un bufido y se encogió de hombros, dándose por vencido, y el resto le siguió. Killer, Heat y Wire se sentaron atrás, mientras que Kid se subió al asiento del copiloto. Cuando Shanks se aseguró que todos llevaban el cinturón de seguridad, bajó las cuatro ventanillas a tope –por si alguien vomitaba– y emprendió una nueva ruta.

Uno a uno, fue llevando a los chicos a sus respectivas casas. En el coche reinaba un silencio sepulcral –Shanks había quitado hasta la radio–, roto únicamente cuando se daba alguna indicación. Kid y Killer fueron los últimos en bajar y, cuando llegó el momento, Shanks se dio cuenta de que el pelirrojo se había quedado dormido como un bebé en el asiento del copiloto. Killer hizo mención de despertarle, pero Shanks se lo impidió.

–Me lo llevo a casa –le dijo–. Tengo el móvil de su madre, ahora la llamaré.

El rubio asintió y bajó del coche de forma torpe. Antes de cerrar la puerta, se paró en seco y miró a Shanks:

–No-o seas muy duro con él... Ha tenido mala noche... –murmuró.

–Tiene que haber sido algo muy grave para beber así –el adulto le recriminó.

–Un gatillazo –respondió Killer con simpleza.

Shanks puso los ojos en blanco unos segundos y mandó a Killer a su casa. Cuando vio que el rubio entraba en casa después de pelear con las llaves, arrancó el coche y regresó a su piso.

*

Penguin se despertó casi a las diez de la mañana. Se desperezó en la cama y, al estirar los brazos, se dio cuenta que tenía el móvil al lado. Se extrañó un poco, siempre lo dejaba en la mesilla para que se cargase. Con los ojos aún entrecerrados, desbloqueó la pantalla y apareció el registro de llamadas. Eso le extrañó aún más.

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