Capítulo III

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Donquixote Doflamingo llamó a la puerta de la habitación de su sobrino por cortesía, porque no necesitaba llamar a ninguna puerta que estuviese cerrada para entrar. Él simplemente entraba, y punto. Iba a ser la hora de comer, y Law todavía no se había despertado. Al rubio le daba igual, sabía que su sobrino había salido la noche anterior y había vuelto a las tantas de la mañana. Además, hoy era domingo, así que podía vaguear por casa tanto como quisiera.

La habitación estaba sumida en la oscuridad más profunda, y en cuanto abrió la puerta, salió de ella un hedor muy fuerte a cerrado, alcohol, tabaco y vómito. Olía a fiesta. Doflamingo sonrió, parecía que su sobrino se había pillado una buena juerga. Se quedó en el marco, observando dormir al chico.

La cama estaba deshecha por todos lados, como si se hubiese peleado con alguien. Los vaqueros y las zapatillas estaban tirados por el suelo, pero Trafalgar se había echado a dormir con la camiseta con la que había salido, incapaz de desnudarse y ponerse el pijama. Y por un costado de la cama, ya petrificado, vómito de un reconocible color amarillento. Estaba por todos lados, por la cama, las sábanas y el suelo. Seguramente también por la camiseta de Trafalgar, pero Doflamingo no alcanzaba a verlo.

No pudo evitar soltar una carcajada al ver a su sobrino de esa guisa. No sabía si Law había bebido otras veces, pero ésta era la primera que se lo encontraba así. Era lamentable, pero le recordaba a él en sus tiempos mozos –y no tan mozos–, así que no se enfadaría con él. La resaca de caballo que iba a tener iba a ser suficiente penitencia para el pequeño.

–¿Law...? –tentó a la suerte a ver si se despertaba–. Es la hora de comer.

El nombrado se removió lentamente, abriendo un ojo con pereza. Vio una figura en el marco de la puerta y tardó demasiado en comprender que era su tío. La boca le sabía a rayos, seca como la suela de una zapatilla. El sabor del whisky mezclado con marihuana le inundó la garganta, provocándole una arcada. El estómago le dolía horrores, la cabeza le iba a estallar y sentía como si un camión le hubiese pasado por encima.

–Fuera –fue lo único que pudo decir, cerrando el ojo de nuevo para volver a dormir.

Doflamingo se rio de nuevo, pero obedeció y cerró la puerta al salir para dejar a su sobrino en paz. A fin de cuentas, él tampoco le molestaba cuando tenía resaca. Bajó a la cocina y se encendió un cigarro antes de comer, avisando al servicio que comería él sólo.

–¿El señorito Law se encuentra indispuesto? –preguntó la sirvienta con cortesía mientras le acercaba a Doflamingo un cenicero.

–Sí. Después de comer, sube a su habitación y la limpias. Ha vomitado –ordenó el rubio.

*

El ruido de su estómago le hizo removerse sobre la cama y abrir los ojos. Llevaba despierto un rato, pero no quería salir de la cama. No tenía fuerzas para nada, era un despojo social en aquellos momentos. Se incorporó como pudo, apoyando la espalda en el respaldo de la cama, y bebió un poco de agua que le habían traído. Era lo único que quería en esos momentos.

El teléfono móvil brilló de repente –siempre lo tenía en silencio– y miró de reojo: otro mensaje de Penguin. Iban ya 43 entre llamadas perdidas y mensajes. Trafalgar se acabó el vaso de un trago y, con suma pereza, cogió el móvil para contestar. Iba a mandarle a la mierda para que le dejase tranquilo, pero comenzó a leer y se quedó muerto.

Los ojos iban a salirse de las órbitas conforme bajaba el monólogo de su amigo, que le preguntaba cada cinco minutos si estaba vivo. Penguin se había disculpado unas veinte veces por haberle abandonado con Kid, pero reconocía que, al final, a él también se le fue la mano con la bebida. Killer le arrastró a bailar –quizá fuera al revés, no estaba seguro–, y perdió a Law de vista hasta que no tuvieron que marcharse a casa.

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