Capítulo XXV

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Al cabo de media hora de castigo, Trafalgar Law alzó la mano. La profesora estaba corrigiendo unas láminas de dibujo sobre unos bodegones de frutas.

–¿Sí, Trafalgar? –preguntó cuando se dio cuenta del chico.

–He terminado las tareas de hoy –respondió él, con voz serena y educada.

–Muy bien –la mujer le halagó–. Recoge tus cosas, puedes irte.

Law asintió, satisfecho, y empezó a guardar los bolígrafos en su estuche. Eustass Kid estaba tan callado que casi parecía no estar allí, pero aquello no consolaba a Law. Él quería pirarse de allí lo antes posible –estaba acongojado si su tío se enteraba que le habían castigado. No podía permitirse una mancha en su intachable expediente académico.

–Eustass –la profesora habló de nuevo–. Tú también puedes irte.

Los dos chicos alzaron la vista para mirar a la mujer con sorpresa. Uno, porque no se creía lo que acababa de escuchar; el otro, porque no se creía lo que acababa de escuchar. Cuando vio que Kid asentía en silencio, Trafalgar recogió sus cosas aún más deprisa. No quería, se negaba a andar a su lado por el pasillo hasta salir del instituto.

Guardó todo en la mochila, a medio cerrar, y se despidió de la profesora con un leve cabeceo, saliendo de la clase casi al trote. Kid le siguió poco después, con un paso mucho más tranquilo. Al girar la esquina, como Law llevaba la mochila colgada a un hombro y mal cerrada por las prisas, su estuche cayó al suelo –el moreno continuó andando, sin enterarse.

Eustass iba unos pasos por detrás, guardando una distancia prudencial, y vio el suicidio del portalápiz en primer plano. Lo cogió y aumentó un poco la velocidad para alcanzar a su dueño. Cuando los dos cruzaron la puerta del instituto, ya en la calle, Kid creyó conveniente dárselo.

–Trafalgar –le llamó–. Se te ha caído.

El nombrado giró la cabeza para mirar por encima de su hombro, sin intención de detenerse. Por supuesto, tenía curiosidad por ver de qué estaba hablando Kid, aunque presuponía que sólo era una manera de llamar su atención. Sin embargo, al ver su estuche en posesión de Kid, se detuvo y se lo quitó de las manos casi con apremio.

El pelirrojo observó cómo Law se lo guardaba en su mochila, que ahora cerraba correctamente, sin decirle nada. Tampoco esperaba que lo hiciese, se notaba a kilómetros que seguía enfadado. ¿Y quién no lo estaría? Notó cómo las palmas de las manos empezaban a sudarle, y se las guardó en los bolsillos del pantalón.

–Sé que ahora lo único que quieres es que me muera –comenzó hablando, con un tono de voz nada propio de él–, pero...

–No –Law le cortó. No iba a caer en la misma trampa dos veces–. No sigas porque no te creo. Eres un mentiroso –repitió la acusación del patio–. Un mentiroso y una mala persona.

–Tienes razón –Kid contestó con simpleza.

Law se quedó un poco descolocado al escuchar aquello. No se esperaba en absoluto que Kid le diese la razón y admitiese lo malo que era –nunca lo había hecho. Le escrutó con su ojo clínico. Estaba un poco encogido sobre sí mismo, con las manos en los bolsillos, y le hablaba con una voz dos tonos más suaves que de costumbre.

Pero, y fue un detalle que Law no pasó por alto, a diferencia de su disculpa en los aseos, esta vez Kid le estaba mirando directamente a los ojos. No rehuía su mirada, no intentaba esconderse. Estaba ahí, delante de él, aceptando las consecuencias de sus actos. Aceptando que, como le había dicho Law, era la peor persona que había conocido.

–Tienes razón en todo, y más –continuó–. Te he tratado fatal durante estos años. He sido un puto cerdo contigo, con todas las cosas que te decía por los pasillos, por cómo te miraba como si fueses un pedazo de carne –Kid estaba serio, pero extrañamente tranquilo–. En mi fiesta de cumpleaños, literalmente abusé de ti y... –tragó saliva–. Y te juro por mi madre, que es lo más sagrado para mí, que estoy muy arrepentido.

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