Extra

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Los ojos acuosos de Penguin brillaban con luz propia, y Killer se estaba derritiendo por dentro. Las miradas, los jadeos, los espasmos y las caricias hacían el resto. El sudor hacía que el flequillo se pegase en la frente del castaño, perlando su ruborizada piel y regalando al rubio la mejor imagen de su corta vida. Era imposible apartar su vista de él.

Penguin yacía acostado en el sofá, completamente desnudo y con las piernas abiertas. Killer estaba junto a él, apoyado sobre su costado. Estaba a punto de perder la sensibilidad en un brazo, pero el otro estaba muy activo. Y le daba igual que se le durmiese, no pensaba parar por nada del mundo.

Había sido una suerte que sus padres tuvieran que quedarse hasta tarde en el trabajo. Iba a disfrutar de un par de horas con su novio que, por supuesto, iban a dedicarse a eso. Eso, que estaban haciendo en esos momentos.

A pesar de la amplitud del salón de Penguin, el ambiente se sentía sofocante y tórrido. Ambos temblaban, gemían y balbuceaban extasiados, arrastrándose y dejándose llevar por el placer que les inundaba el cuerpo. Los sonidos húmedos del lubricante taladraban sus oídos hasta volverlos locos.

Dos dedos de Killer hacían maravillas dentro de Penguin –se había vuelto todo un experto con la práctica. Sin necesidad de ser rudo ni ir muy rápido, el rubio estaba jugando con sus falanges hasta llevar a su pareja al orgasmo. Otras veces había utilizado más dedos, pero muy pronto Killer había comprendido que no se trataba de la cantidad, sino de la calidad. Si sólo necesitaba mucho lubricante y dos dedos para encender al pequeño, no iba a añadir más a la ecuación.

Killer ya lo sabía, pero Penguin era virgen. Poco a poco, el castaño se iba soltando más con él, pero aún no era capaz de dar el salto definitivo. Y Killer estaba bien así, no tenía ninguna prisa –podían aliviarse de otras muchas formas, como estaban haciendo en esos momentos. Cuando su pareja estuviese preparada, lo harían. Killer se cortaría los dedos antes de forzarle.

Además, eso que hacían estaba muy, muy bien. Era excitante hasta niveles insospechados. Los dos envueltos en sudor, sonrojados en extremo, jadeando el nombre del otro, suplicando por más, temblando en los brazos contrarios y devorándose con la mirada. ¿Quién necesitaba más? Era como estar en el paraíso.

–Ki... –Penguin le llamó con apremio, y el chico dejó de mirarle un segundo para comerle la boca. Porque a Penguin le encantaban los besos y las caricias. Le encantaba sentir a su pareja cerca de él, pegado a su cuerpo escultural–. No pares...

–¿Vas a llegar...? –el rubio susurró contra los labios del menor, perdiéndose en sus iris marrones. Penguin jadeó como respuesta–. Tócate... Por favor...

El joven iba a hablar, pero Killer le cortó las palabras con otro beso. Penguin se derretía en sus brazos, en sus labios, y en todas partes de su cuerpo. Todo en él le gustaba. Sintiendo cómo el orgasmo se acercaba a pasos agigantados, empezó a masturbarse sin mucha fuerza, intentando alargar todo lo posible el estrecho camino que le alejaba del clímax.

Ese momento era lo que más le gustaba del sexo, el corto espacio de tiempo en el que el calor se apoderaba de su vientre y le consumía hasta que implosionaba en su interior. Y Killer era tremendamente bueno en llevarle por ahí.

–¿A-Así te gusta...? –el castaño jadeó con los ojos a punto de llorar. El sonrojo de sus mejillas no podía ser más notorio, su piel ardiendo con cada movimiento de su pareja.

–Me-e encanta... –Killer esbozó una leve sonrisa, embobado con la maravilla que tenía frente a sus ojos. Para él, no había nada más erótico y excitante que Penguin a punto de correrse.

Aumentó el ritmo de su mano hasta hacerlo errático y Penguin se estremeció mientras gritaba su nombre, abrazando el orgasmo y vaciándose sobre su vientre. Había expulsado una cantidad considerable de líquido, logrando que la vista de Killer se desviase de su rostro hasta el estropicio de su abdomen. Dejó los dedos en el interior mientras llenaba el cuello del menor con besos tiernos y cariñosos.

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