El secreto.

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CALEB.

Llegué a casa después de un duro día de trabajo, con tan solo diecisiete años, ya había trabajado en todos los bares del pueblo donde residía, de los alrededores e incluso de los de fuera del lugar donde me habitaba.
Mis hermanos me esperaban ansiosos, llevaba más de tres meses sin verlos, y a decir verdad yo también los había echado mucho de menos, ellos eran mi prioridad en la vida, más bien ellos eran mi motivo de seguir vivo.

Me fundí en un abrazo con ellos, los abracé a los tres y despeiné a aquella niña morena de grandes ojos azules  que me miraba como si el héroe de su vida hubiese llegado a salvarla, después de eso, el mayor de los tres, me observaba y acto seguido puso una de sus pequeñas manitas sobre mi cara, acariciándome como si en algún momento me fuese a dañar, le sonreí  con tristeza, de verdad los había echado de menos, volví a apretarlos entre mis brazos sin querer que ese momento acabará y antes de separarme de ellos, escuché su voz, aquella voz que acababa con todo atisbo de paz mental que pudiera obtener.

—Hola, hijo.— apareció por detrás de mi y puso una de sus manos sobre mi hombro.

—Mamá.— espeté sin mirarla, ella sabía hace años que si yo estaba aquí era por esas tres criaturas que me hacían sentir vivo.

—¿Cómo estas, hijo?— se atrevió a preguntar aún sin mirarme.

Me levante del suelo, y dirigiéndole una mirada de asco, puse una de mis manos en su brazo y me atreví a preguntar algo que en otros momentos de mi vida no haría.

—¿A caso te importa? Pensaba que la única persona que te importaba en el mundo era tu marido.— sonreí con malicia al saber que eso le había causado dolor, pero... ¿que más daba? ¿A caso a ella le importaba el dolor que me causaba?

—Claro que me importa, hijo.— dijo con un atisbo de pena en su voz.

—Llámame hijo cuando empieces a tratarme como a uno, mientras tanto, cierra la boca.— me gire para irme con mis hermanos pequeños, pues eso es lo que más me importaba en este momento, y nadie iba a amargarme el día con comentarios estupidos que carecían de sentido alguno.

Aquellos tres niños disfrutaban de su inocente vida, se sonreían entre ellos y jugaban con los juguetes que yo mismo les había comprado cada vez que tenía ocasión.

El pequeño jugaba con un paño de color azul, encima de este asomaba una especie de cabecita de oso sonriente, del mismo color, la mediana de los tres, se entretenía con unos camiones que pertenecían a mi hermano el más mayor, y que en cualquier momento le quitaría para decirle que eso era suyo, y mientras el mayor de los tres, se encontraba mirándome, aún que su mirada se encontraba un poco perdida, tal vez por todo lo que me había extrañado.

Me encontraba de pie, con una camiseta básica negra y también un pantalón, desde que mi padre falleció, ese se había convertido en mi color favorito, y por ahora no pensaba cambiar mi vestimenta por que así era como me encontraba cómodo, y también era parte de mi identidad.

Desde esa posición también podía ver a mis dos hermanas a las que aún no había podido saludar, la mayor se encontraba poniendo la mesa con prisa y la menor la acompañaba y conversaba con ella de un tema que probablemente yo desconocía.

Esto no era un recibimiento normal, sabía que algo había pasado, puesto que cuando llegaba, mi hermana la mayor de los tres, se dedicaba a abrazarme y decirme todo lo que me quería a parte de pedirme que no me fuese nunca más, pero eso esta vez, no había sucedido, y estaba dispuesto a averiguar por qué.

Secretos Oscuros. (PAUSADA) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora