Capítulo 7: Celaje

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I

Lo nombré Roberto, suele pararse en la ventana de mi vecino de enfrente. Su mirada es vacía, como si extrañara demasiado algo que no recuerda.

No puedo descifrar lo que piensa, es probable que nunca lo haga y él se quede atrapado en ese ciclo por el resto de la eternidad.

Eso es lo malo de mi habilidad, se supone que es para ayudar a las almas desorientadas a encontrar la luz y no sé cómo hacerlo.

Por el momento, creo que lo mejor es que los vea cuando yo los necesite a cuando ellos me necesiten a mí, porque tengo miedo de hacerles más mal que bien.

Tal vez podría trabajarlo con Ángela, ella es como una bruja y sería capaz de ayudarme a manejar mi don.

Realmente nunca le pedí un favor de ese tipo, excepto una vez que me armó un resguardo para atraer dinero y así poder comprarle unos zapatos a mi madre por su cumpleaños.

Dentro de una bolsita verde puso pacholí, canela, comino, clavos dulces, ámbar, jade, aventurina y una pirita. La cargué conmigo todo el tiempo que pude.

Y funcionó. A los días, gané en el bingo planificado por mi escuela.

Presiono mis ojos con fuerza repitiéndome que no hay nada allí, hasta que la figura se transforma en un perchero con sacos.

Roberto se esfumó como si nunca hubiera existido en un primer lugar.

Entonces, bajo hasta la cocina donde una Bianca con delantal y gorrito de chef me espera.

Hoy tendríamos un picnic con mis amigos.

Durante las últimas semanas no habíamos podido vernos del todo, ya que nos encontrábamos ocupados en nuestros asuntos. Solo habíamos intercambiado un par de palabras en clases, sin embargo, no era lo mismo que juntarnos para simplemente hablar. Y como este día, comer.

Yo iba a llevar galletas, y eso sería lo que hornearía con mi hermana menor.

Gianna no estaba de humor para sumarse, así que únicamente seríamos nosotras dos. Junto con Coco, a quien le gusta comer todo lo que se nos cae al piso.

Bianca se dedicó a tajar el chocolate en trocitos, ya que no habíamos conseguido chispas en el mercado más cercano.

Había aprendido a cortar hace poco y quería dedicarse a hacer eso durante el seguimiento de la receta.

Así que comencé con la masa.

Primero agregué en un recipiente la mantequilla y el azúcar, los mezclé hasta conseguir una pasta.

A la hora de incorporar los huevos, Bianca quiso participar, llegando a tirar el cartón con ellos al piso.

No hubo uno que sobreviviera, habían quedado destrozados como la Estatua de los dos Hércules en Cremona.

Así que fue a buscar unos al depósito de la casa.

Mientras tanto, mis ojos vagaron por el entorno.

A través del arco de la cocina se podía ver la sala, lo que me permitió percatarme de la reaparición del cuadro de campanulas. Sabía que mis padres se arrepentirían de moverlo de lugar.

—Ya traje a los abortos de gallina —su grito se escuchó por toda la morada.

—¡Bianca!

II

Decidimos invitar a Prisco también. Fue más una recomendación mía, pero todos estuvieron de acuerdo.

Me parecía que tal vez podíamos incorporarlo a nuestro grupo, pues se encontraba solo y era alguien simpático.

Las galletas salieron increíbles, un poco tostadas, lo que las hacía más crujientes.

Considero a la comida crocante una de las cosas más conmovedoras de este mundo. Y creo fielmente que la razón por la que seguimos consumiendo papas fritas a pesar de no estar hambrientos es su sensual crujido.

De repente, se escuchó el ensordecedor ruido de una bocina, Belmont ya había llegado a buscarme.

Por alguna razón, su madre le tenía la suficiente confianza para prestarle el auto, aunque yo había comprobado un par de veces que no era el mejor para los caminos con muchas curvas debido a que se distraía fácil, demasiado fácil.

—Hola, amiga bella —saludó en cuanto entré al vehículo dándome dos besos en las mejillas como italiano.

—¿Cómo se encuentra mi Monte Vesubio?

—Volcánico es una buena palabra para describirnos. Viniendo para aquí me crucé a mi ex con otro hombre, los sacrificios que hago por ti, Leva.

—Tendrías que olvidarte de él, te fue infiel, tres veces —recalqué con fuerza las últimas dos palabras.

—Yo también, y eso no significa que no nos amábamos.

—Si tú lo dices...

—Es un vago verriondo.

Y largué una carcajada cortando la poca seriedad del asunto.

—Parecemos dos serpientes hablando.

Y comenzamos nuestro trayecto.

Para llegar al parque de Ignoballes debíamos atravesar el pueblo, tomándolo como referencia, el lugar se encontraba hacia el este y nosotros estábamos en el opuesto.

No sería un viaje corto, lo cual de alguna forma me agradaba. Me relaja mirar por la ventana las haciendas y el bosque que se extiende por casi toda la zona.

Nos tomó una hora llegar y un par de niños casi atropellados.

La verdadera molestia fueron mis gritos entumecedores, que surgían cada vez que Bel cerraba los ojos para sentir un fragmento de una canción de Taylor Swift.

Al llegar, bajamos nuestra comida y nos dirigimos hacia el punto de encuentro, donde un Prisco fumando hierba se encontraba tirado en el césped junto al mantel de cuadros que había traído.

—Bienvenidos a mi templo. —Se incorporó para saludarnos.

Él había sugerido la ubicación. Ya me parecía raro que fuera detrás de unos arbustos, quería doparse sin testigos a la vista. Todo un manipulador.

—¿Qué cuentas, Pris? —respondió Belmont.

—Nada nuevo, estos últimos días estuve ayudando a mi papá en su taller. Es mecánico.

—No es tan mal plan, ¿has pensado en seguir con la tradición familiar?

—No lo sé, no quiero repetir su vida —echó un suspiro.

—Me parece perfecto, nosotros no somos ellos. No tenemos por qué volver a vivir su miseria, vivamos la nuestra —dijo con entusiasmo lanzando un puño hacia arriba y nosotros lo seguimos.

No sé qué clase de palabras motivadoras fueron esas, pero me agradaron.

Ellos ya se conocían desde hace tiempo, sin embargo, nunca llegaron a formar una amistad, me alegraba que la posibilidad todavía se encontraba presente.

Luego de un tiempo, llegaron Dara y Odette con cupcakes que presentaban tiernos monstruos como diseños.

—¡Ay! ¿A quién diablos se le ocurrió comer entre las espinas?

—Primero que todo, buenas tardes, Dara —dijo Prisco—. Y hola, Odette.

—Fuiste tú —Dara lo contempló con furia.

Los extrañé.

Levane Y Las Almas DesorientadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora