CAPÍTULO 24 - JORDAN ☀️

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Un trueno me despertó.

Tardé en abrir los ojos: me pesaban. Cuando lo conseguí, me topé con una extensa capa de cielo gris cubierto por nubes esponjosas. Se avecinaba una tormenta. La primera gota cayó sobre mi mejilla, seguida de una segunda sobre mi frente y una tercera sobre mi hombro.

Mis recuerdos eran apenas un borrón en una cabeza que no dejaba de dar vueltas. Veía a Margot a través de la espesa niebla de pensamientos. Estaba detrás de una mampara de cristal con los ojos cerrados, sentada en una silla.

El golpe.

Ben me golpeó.

«Maldito Ben».

Apoyé las manos en el suelo. Sentí una punzada de dolor en la mano derecha: me estaba clavando piedras en la herida. Me incorporé. En general, no las necesitaba para levantarme, pero carecía de fuerza. Mi cuerpo pesaba una tonelada y media. Mis pies hicieron un movimiento poco habitual y perdí el equilibrio. Aterricé en el suelo. Lo volví a intentar. Esta vez, conseguí mantenerme en pie. Dejé a un lado el suelo duro y húmedo en el que reposaba.

Un paisaje vegetal se abría paso ante mis ojos. Los árboles se elevaban en todas direcciones y las piedras y la hierba reinaban el suelo bajo mis pies. También había ramas secas. Algunas estaban rotas y otras habían caído por su propio peso. Una bandada de pájaros recorrió el cielo. Se desvanecieron tan rápido como aparecieron. La tormenta estaba a punto de caer sobre el lugar, así que estarían en busca de un refugio en el que resguardarse hasta que la tormenta amainase.

Bajé la mirada. Las mangas de la camiseta blanca que me dieron en el laboratorio estaban marrones, cubiertas por la suciedad de la tierra en la que me había despertado. Pronto advertí que no solo la camiseta estaba sucia. Todo yo lo estaba. Lo raro habría sido encontrar una parte de mi cuerpo limpia. Los pantalones, la camiseta y los zapatos habían perdido su color luminoso característico.

Antes de levantar la mirada de los zapatos, reparé en unas sombras cerca de mí. Las recorrí hasta llegar a los dueños. Tenía los ojos entrecerrados para evitar que las gotas de lluvia se colaran en ellos. Unas siete personas corrían frente a mí. No, no frente a mí. Hacia mí.

¿Lluvia y personas agresivas? Lo había visto antes.

Corrí. A mi cabeza no le gustó esa decisión; me mareé. No me dejé caer, resistí. Mi cabeza quería que sucumbiera, que cayera al suelo y descansara. Ella sabía que no estaba en condiciones, pero mi instinto de supervivencia me decía que no era momento de parar. Necesitaba seguir corriendo.

Cuanto más forzaba, más borroso veía. Giré la cabeza y ahí estaban, siete personas, mujeres y hombres, incluso algún niño, persiguiéndome. Tropecé con la raíz de un árbol que estaba por encima del nivel del suelo y, aunque no caí, me ralentizó. Las personas aprovecharon la oportunidad y aceleraron. Pisé un charco de agua. Una fuerza me empujó hacia delante. Caí de boca al suelo. Mi barbilla impactó primero y escuché a uno de mis dientes crujir.

Giré sobre mí mismo antes de ver cómo se acercaban a mí con desesperación y ansia. Una niña en particular captó mi atención. La había visto en algún lugar. Mi mente se despejó y la vi. La vi en aquel cartel de niños desaparecidos de la comisaría de Greenwood. El día en el que acompañé a Jeff, el hombre mayor desorientado, hasta la policía, cuando me enseñó el cartel de su mujer. Al lado estaba la fotografía de esta chica. Sus padres la buscaban desde hacía mucho tiempo.

Las demás personas llegaron y me empezaron a sacudir. Uno me agarró de la camiseta y me zarandeó de un lado a otro mientras los demás me pateaban en el estómago. No luché. No podía.

Sucumbí.

Era extraño, pero no pensaba en el dolor.

Tantos golpes me habían entumecido el cuerpo.

Cuando saciaron su sed de diversión y se cansaron de pegarme, se fueron, realizados con su trabajo. No me dejaron inconsciente, pero había faltado poco. No podía abrir el ojo derecho. Suponía que se me habría hinchado. Con cuidado, me llevé la mano a la camiseta. Se había rasgado tras el fuerte agarre. Las piernas no me respondían. Cualquiera que me hubiese visto me habría confundido o con un cadáver o con una persona a la que no le faltaba mucho para convertirse en uno.

El agua que caía de las nubes era fina. Se colaba por mis heridas recientes como agujas que se clavaban en la piel y recorría el contorno de mi cara en busca de una salida. Un destello de luz esperanzador cruzó el cielo. Por un momento, creí que moriría allí mismo, en un bosque, solo y abandonado.

Reuní fuerzas de algún rincón oculto de mi cuerpo y las usé para luchar, para sobrevivir. Porque a veces la vida quiere acabar contigo, pero tú tienes que demostrarle que todavía te quedan fuerzas y esperanza para seguir luchando. Me levanté. Las piernas me temblaban. La lluvia terminó de limpiar mis heridas y cedió, aunque el cielo seguía teñido de gris.

Cojeé. Mis manos reposaban en mi estómago y de vez en cuando quitaba una de ellas para apoyarme en algún árbol cercano. No sabía adónde pretendía llegar, pero necesitaba encontrar un refugio, así como los pájaros que sobrevolaron el cielo antes.

Debía irme del bosque. Si Oliver estaba en lo cierto, la niebla no tardaría en atraparme. No viviría para contarlo. Los agresores no se conformarían solo con pegar. Querrían más.

Avisté unas casas pequeñas de madera a unos metros de distancia. Todas estaban agrupadas como si se tratase de una aldea. Paré en seco y reposé mi cuerpo en el tronco de madera a mi izquierda. Los ojos de los aldeanos se posaron en mí.

En ese momento, la palabra paralizado carecía de significado para expresar mis sentimientos. No. No estaba paralizado. Era mucho peor. Era la angustia que sientes cuando estás bajo el agua y necesitas subir a la superficie porque no te queda más oxígeno. Era el miedo y la impotencia que sientes cuando tu familia no llega a fin de mes; el terror a la muerte, a no sentirse realizado con lo que has hecho en vida. Era el hedor a podrido, pero también era la flor desarraigada en el jardín de Ivy.

Me harían daño otra vez. Me matarían. No podía correr. Había gastado toda mi energía en levantarme. Debí quedarme en el suelo y recuperar fuerzas. Corrieron hacia mí. De nuevo. Volverían a pegarme una paliza y después me abandonarían a mi suerte como habían hecho hacía unos minutos.

—¡Está herido! —Un hombre de mediana edad, que parecía ser el líder de la aldea y que, recordé, fue el que más fuerte pegaba las patadas, se acercó a mí. Los demás corrían también, pero iban detrás de él, aterrorizados—. ¡Traed una toalla, está empapado! —Una mujer dio media vuelta y desapareció tras cruzar el umbral de la puerta de una de las casas—. ¿Qué te ha pasado?

Lo miré perplejo. «¡Tu clan me ha pegado una paliza!», pensé. Y se quedó en eso, en un pensamiento. Las palabras no llegaron a salir de mi boca. La furia se apoderó de mi cuerpo, pero solo llegó a mis ojos. Estaba tan cansado y tan débil que no era capaz de hacer nada. Ni siquiera de lanzarle un escupitajo. Me quedé bajo el árbol hasta que un hombre y una mujer me pasaron una toalla por los hombros y me llevaron al interior de una de las chozas.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora