CAPÍTULO 2 - IVY ⛅

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Me vestí con el uniforme de camarera y atravesé el pasillo del piso superior hasta llegar a las escaleras.

Hice el ademán de bajar un escalón, pero recordé que me había dejado el bolso en la habitación y me detuve para volver a por él. Rebusqué entre el bolso para asegurarme de llevar lo necesario y bajé las escaleras.

Estaba lista para ir a trabajar. Esa tarde me eché una siesta; necesitaba aguantar despierta durante el turno. Al levantarme estaba atontada: la cabeza me daba vueltas y parecía que no había dormido ni media hora. Nada más lejos de la realidad. Dormí tres horas.

Los sábados por la noche el bar se abarrotaba de gente, incluso en ese entonces, aun con los casos de asesinato incesantes, aumentando en número cada día.

Mucha gente tenía miedo y se encerraba en sus casas a menos que fuera imprescindible salir. Reconocer a ese tipo de personas era fácil: las cortinas de sus casas estaban echadas y los cubos de basura de sus jardines estaban a rebosar.

Otra, en cambio, salía de casa, ignorando por completo el peligro. Según este grupo, los medios de comunicación y el gobierno jugaban con nosotros y todo era una farsa. Representaba la mayoría de los clientes a los que atendía en el bar.

Yo no era ni una ni la otra. Salía porque debía trabajar, no me podía quedar quieta en casa sin mover un dedo. Tenía que sustentarme de alguna forma, y a base de aire no me alimentaría.

A finales de abril —hacía siete meses— me independicé. A pesar de las múltiples facturas bancarias que llegaban a mi buzón, trabajaba duro para mantenerme. Era la mejor decisión que había tomado.


—Eres muy joven —recalcó mi padre—. Reconsidera quedarte unos meses más.

—Papá, ya hemos hablado de esto —respondí, cruzando los brazos—. Pensaba que me entendías.

—Gabriel, Ivy tiene razón. —Mi madre siempre me había apoyado en todas las decisiones que había tomado. Mi padre también, pero a él le costaba más aceptar que estaba creciendo—. Tenemos que dejar que haga su vida.

—Zoe, por favor —dijo mi padre mientras se ajustaba las gafas—. Tiene dieciocho años, ¿y ya quiere mudarse? ¿Con qué dinero? ¡Si ni trabaja!

Mi padre se llevó las manos a la cabeza. Negó sin parar y se frotó la sien con los dedos.

—¡He buscado trabajo! —Alcé la voz. No lo pude evitar—. Es más, tengo trabajo. Me han contratado como camarera en un bar.

—¡Eso es genial!

—¿En un bar? —preguntó mi padre—. No te dará ni para pagar el primer mes de alquiler.

—Gabriel, podrías ser un poco más empático con tu hija.

—Y lo soy. Miro por ella, por su bien.


Al final, mi padre cedió y, tres meses después de esa charla, me mudé de casa. No sabía por qué tenía tantas ganas de hacerlo. Tampoco de por qué lo quería hacer tan pronto.

Nunca me había interesado ir a la universidad; ninguna carrera me había llamado la atención. Como ninguna era la adecuada, me puse a trabajar para ganarme el pan por mí misma. Los primeros meses fueron difíciles, pero salí adelante. Papá pensaba que volvería arrepentida, pero mi orgullo me lo impedía. Le demostraría que yo misma podía con la situación.

Fue difícil buscar una casa. No había muchas disponibles y la demanda era alta. Un día, buscando por la red, encontré una estupenda: se adaptaba a mí y estaba bastante cerca del trabajo que había conseguido como camarera.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora