CAPÍTULO 1 - JORDAN ☀️

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Los asesinatos se dispararon cuando las inesperadas neblinas acecharon la ciudad de Greenwood. Los habitantes preferían quedarse en casa cuando la niebla acechaba la ciudad; sin embargo, resguardarse en la calidez del hogar no garantizaba nuestra protección.

La población lo veía como una simple casualidad, pero yo no. ¿Justo incrementaban los casos con la niebla? ¿Los asesinos se camuflaban mejor en ella?

La neblina no era el único problema. En septiembre se produjo el primer caso de asesinato en la ciudad. Actitudes sospechosas rondaban las casas: en las noches de tormenta los jarrones volaban y se rompían contra las paredes de las viviendas ocasionando grandes estruendos; peleas, gritos e insultos era lo siguiente que se escuchaba; después, el silencio.

Nadie sabía qué ocurría. ¿Por qué los ciudadanos se comportaban con esa agresividad? Las preguntas sobre los imprevisibles cambios de humor eran el tema de conversación principal en Greenwood.

Debido a la gravedad de la situación, los centros educativos cerraron. Apenas se veía gente en la calle y la extensa y espesa capa blanca de gas era lo único visible.

No se veía nada más allá.

Algunos bares y locales permanecieron abiertos, ya que seguían recibiendo clientes. Muchos otros cerraron sus puertas por precaución. En las noticias, los casos de asesinato se habían convertido en una sección diaria.

Salí de mi habitación y bajé las escaleras en busca de mi madre. Estaría en el salón, pegada a la pantalla que le mantenía actualizada sobre el exterior. Sus días se basaban en trabajar cuando la ciudad se calmaba y ver las noticias hasta tarde cuando la situación estaba más tensa. Le preocupaba no enterarse de una posible voz de alarma.

Dirigí la vista hacia la puerta principal. Después, hacia la ventana de al lado. Antes de bajar el último peldaño, un movimiento rápido atrajo mi atención. Paré en seco. Me quedé embobado durante unos segundos. Habría sido mi imaginación. Bajé el último peldaño.

¡BUM!

Un estruendo rápido, seco, sangriento. Poco a poco, el cristal de la ventana se tiñó de rojo. Este tipo de sucesos empezaron a ser normales en la ciudad, pero nunca había presenciado uno.

Mi perro, Scout, ladró con fuerza y se acercó a la puerta principal, olfateando. Mamá apareció por la puerta del salón. Su cara hablaba por ella: no sabía qué estaba pasando. Dirigió la mirada hacia la ventana. Luego a mí. La confusión y el miedo se avivaban en los ojos de mi madre. No articuló palabra. Mi perro, en cambio, seguía ladrando.

«¡Joder, Jordan, reacciona! ¿No ves a tu madre? ¿No ves la sangre? ¿El hombre estará muerto? ¿Estará agonizando? Quizá ya no esté. Sí, es lo más sensato. Habrá huido de su agresor. ¿Después de estrellarse contra la ventana? Imposible. Tiene que estar fuera».

Mi madre retrocedió tres pasos. Aparté a Scout para que no se escapara y abrí la puerta.

—¿Qué haces, Jordan? —preguntó mi madre—. ¡Ni se te ocurra salir fuera!

—¿Y si el hombre está muerto?

—Jordan, ¡vuelve aquí!

No le hice caso.

Llovía con intensidad, el cielo estaba nublado y no se veía con claridad. Me crucé de brazos para guardar el calor. El techo del porche me cubría de la tormenta. Las gotas de lluvia repiqueteaban en las tejas asfálticas y el olor a tierra mojada inundó mis fosas nasales.

Giré la cabeza a la izquierda. Luego a la derecha. Después la dirigí al suelo, hacia el lugar donde el hombre había caído. Un cuerpo yacía justo debajo de la ventana. Levanté la vista. Repasé el porche una segunda vez para comprobar que no hubiera una tercera persona, el agresor quizá. No había nadie.

—Ey, tío. —Me acerqué al hombre—. ¿Me oyes?

Silencio.

—Vamos —me agaché—, dime algo.

Le toqué el hombro.

De pronto, el hombre abrió un ojo. Se puso de pie de un salto y se abalanzó sobre mí. El empujón me sacó del porche. La lluvia comenzó a caer sobre mí.

—¡Qué haces! ¡Para!

Mi cabeza impactó contra el suelo segundos después.

El hombre no estaba lúcido; parecía estar bajo los efectos de alguna sustancia nociva. En ese momento, me di cuenta de dos cosas: tenía las venas de los ojos inyectadas en sangre y estaba inquieto; movía los ojos con desesperación hacia todas las direcciones posibles.

Me zarandeó y me estampó la cabeza contra el suelo repetidas veces hasta que se cansó. Una punzada de dolor en la parte posterior de la cabeza me dejó inmóvil. Me costaba distinguir mi alrededor. Entre la lluvia y la conmoción, reconocer objetos era toda una odisea. Cada terminación nerviosa de mi cuerpo gritaba. Ondas de dolor abandonaban mi cabeza y bajaban desde mi cuello hasta la espalda.

Aun con la poca fuerza que me quedaba, reaccioné a tiempo y le propagué un rodillazo en la barriga. Se levantó y se separó de mí como si no le hubiese golpeado. Cogió carrerilla y se estampó contra la misma ventana de antes. Se desplomó. Aproveché y me levanté del suelo como si mi vida dependiera de ello. Lo cual era gracioso, porque mi vida sí que dependía de eso.

Entré a casa con un dolor bastante agudo en la cabeza. Ese hombre podría haberla partido en dos si hubiese querido.

Estaba empapado de la cabeza a los pies. Dejaba un rastro de agua a medida que avanzaba. Scout me siguió hasta la cocina, lamiendo el rastro de agua. Mi madre me esperaba con el teléfono en la mano.

—He llamado a la policía —informó al verme pasar el umbral de la puerta—. ¿Qué te ha pasado? —Me inspeccionó la cabeza—. ¿Qué ha pasado ahí fuera, Jordan?

—Nada, mamá, no te preocupes. Son unos pequeños golpes.

—¿Pequeños? No, no, no. Nos mudamos ahora mismo. A otra ciudad. Donde sea. ¡No aguanto más en esta ciudad de locos! ¡Aquí ya no se puede vivir en paz sin que una tenga miedo de que la asesinen!

Mi madre llegó al límite, había perdido la cordura. ¿Quién podía culparla? De por sí era paranoica, pero verme empapado y magullado fue la gota que colmó el vaso.

—Mamá, no nos vamos a mudar. No tenemos el dinero necesario, y aunque lo tuviéramos, no es seguro.

—¡Me da igual, Jordan! ¡Mírate! —exclamó, dando vueltas por la casa en busca de una toalla—. Solo querías ayudar a un pobre hombre...

—Estoy bien, estoy aquí. —Me dio la toalla—. Le pasaba algo a ese hombre, mamá. —No quería asustarla más, pero necesitaba decirlo—. Se ha estampado a sí mismo contra la ventana.

—¿A sí mismo? ¿Cómo...? ¿Por qué?

Negué con la cabeza. Yo tampoco lo sabía.

—Pondré otro pestillo en la puerta —sentenció mi madre. Quería decirle que un pestillo más o uno menos, no marcaría la diferencia. Pero dejé que ella se sintiera segura a su manera.

Sonó el timbre. Me asomé a la ventana de la cocina y distinguí los característicos uniformes azules de la policía. Mi madre corrió hacia la puerta y la abrió.

—Buenas tardes —saludó uno de los dos policías, el bajito. Se apoyó en el marco de la puerta—. Nos han llamado, ¿verdad?

Mi madre les contó, detalle por detalle y con notable prisa, lo sucedido; yo les señalé el lugar donde había dejado al hombre antes de entrar en casa. Había desaparecido. Tan solo quedaba un pequeño charco de sangre a los pies de la ventana.

—¿Y dicen que el hombre se estampó contra la ventana por voluntad propia y luego se marchó? —cuestionó el policía alto, arqueando su ceja derecha. Asentí—. Bien. Si necesitan contactar con nosotros, siempre pueden llamar. Pregunten por Frederick y por Murray. Por el momento no podemos hacer nada.

—¿No pueden coger una muestra de sangre e identificar a la persona? —pregunté calmado mientras me sujetaba la cabeza con la mano.

—Nosotros no, joven. Mandaremos a alguien mañana a primera hora para que lo investigue.

Sin decir nada más, se fueron.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora