CAPÍTULO 43 - JORDAN ☀️

31 19 14
                                    

Agarré a Ivy por el brazo. La sangre de Margot resbalaba por los dedos de Ivy y formaba un camino rojizo en la nieve.

El corazón se me encogió cuando la vi llorar. Apartarla de Margot fue duro, porque sabía que no quería abandonarla, pero teníamos que correr. En la lejanía, aún se apreciaban algunos guardas.

Recogimos las mochilas del escondrijo. Continuaban detrás del arbusto, no las habían tocado.

En cuanto puse un pie dentro del bosque en el que nos esconderíamos, me acordé del momento en los documentales en el que no sabes si la presa se salvará de su depredador o si este, en cambio, la atrapará y la despellejará.

Así me sentía: una presa, indefensa, sin protección alguna, frente a un montón de leones hambrientos con grandes colmillos afilados. No era gracioso, sino aterrador y abrumador. Sentía que nos acechaban, que estaban entre los árboles, riéndose de nosotros y que, en cualquier momento, nos atacarían en una emboscada planeada.

Llegamos a un río y dejamos de correr.

Después de analizarlo, llegué a una conclusión: debía atender en clase de geografía. No tenía ni idea de dónde estábamos ni sabía el nombre del río.

—Tenemos que cruzarlo.

—La corriente no es muy fuerte —informé—. Seguramente nos lleve un poco, pero podremos con ella.

—Eh..., chicos.

Caleb no habló más. Después de eso, cerró la boca, así que Ivy lo invitó a hablar:

—¿Qué pasa?

—Bueno, es que me da un poco de vergüenza admitirlo, pero... no sé nadar.

Ivy lo miró perpleja. Su expresión era la controversia más grande que había visto nunca. Estaba sorprendida, pero a la vez se mantenía neutral, como si dijera: «No me ha sorprendido en absoluto, hay mucha gente que no sabe nadar, no pasa nada», con la boca en forma de O.

De pequeños, cuando yo ya sabía nadar, él aún no lo había intentado. Recordé aquella vez que estuvimos en una piscina a los doce años y no quiso meterse porque «estaba bien en el bordillo». Debí haberlo empujado, como hizo mi padre conmigo a los cinco años, para que aprendiera a nadar a base de instinto de supervivencia.

Se creó un silencio extraño. Ivy abrió la boca para hablar, para consolarlo, quizá, pero la cerró rápidamente y frunció las cejas, confundida. Miró hacia el río y empezó a buscar.

Tenía que dejar de mirarla, de analizar cada gesto que hacía.

Caleb agachó la cabeza y observó el suelo. Movía el pie de un lado a otro, revolviendo la tierra bajo sus pies con el zapato. ¿Nadie haría nada?

—Si no puedes nadar, habrá que buscar otra forma de pasar. No estamos lejos del laboratorio, seguimos siendo un blanco fácil.

—¡Ajá! —Ivy pareció encontrar lo que buscaba y me giré hacia la voz—. ¡Venid aquí, chicos! —Se encontraba a unos cuantos metros de distancia. No la veía: un árbol la tapaba. Me hice a un lado y lo pasé de largo—. He encontrado esta tabla, a lo mejor nos sirve.

La tabla era de madera. No parecía muy estable.

—Es muy corta —dijo Caleb—, no llegará al otro lado del río.

—A lo mejor llega justa, pero llegar, llega.

—No lo creo —siguió Caleb.

—¿Qué te apuestas? —Ivy colocó la tabla en la ribera.

Caleb no contestó. No lanzó la pregunta para hacer una apuesta, sino, más bien, como incentivo a lo que estaba a punto de hacer.

Ivy extendió la tabla hacia el otro extremo del río; pero cuando la soltó, la corriente de agua se la llevó. El río se tragó la tabla. No hubo más restos de ella. No, definitivamente la tabla no llegaba al otro lado.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora