CAPÍTULO 10 - MARGOT ⛈️

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Me levanté de la cama.

Era la hora de comer y estaba hambrienta. Ivy no había vuelto todavía. Fui a la nevera y encontré un táper. En la tapa, había una nota pegada: «Por si tardo en llegar. Siéntete libre de comer cuando quieras».

Pasaron dos horas desde que acabé de comer. Ivy seguía sin aparecer y me aburría, así que exploré la casa. En el salón, encontré álbumes de fotos donde aparecía una Ivy sonriente acompañada por diversas personas. En varias fotos estaba con un señor y una señora y supuse que eran sus padres.

Un movimiento atrajo mi atención hasta la ventana: nieve. ¡Estaba nevando! Coloqué los álbumes. Quise salir fuera. «No es una buena idea —me decía mi subconsciente—, es mejor quedarse en casa». Lo silencié. Quería salir y jugar con la nieve. No tardaría en congelarme y pronto volvería a la calidez del hogar de Ivy. Abrí la puerta y la cerré tras haber salido.

Me preparé para una ráfaga de frío que no llegó. Nada. No sentí nada: no tenía frío. Sin embargo, mis manos y mis uñas adquirieron un color violeta. La nieve caía y se acumulaba en mi cabeza. Me agaché. Recogí un puñado, pero se derritió tan pronto como entró en contacto con mi mano. Comenzó a nevar hacía apenas unos minutos; aún no se había acumulado suficiente para hacer bolas de nieve.

Un sonido particular me llamó la atención: el cantar de un pájaro. Avancé hasta él. En el hueco de un árbol, se escondía un cardenal rojo. Fruncí el ceño, confundida. No solían cantar en otoño.

Me dirigí hacia el supermercado. Un cartón viejo, y también mojado por la nieve que se derretía sobre él, reposaba en el suelo. Las farolas estaban apagadas. Eran las cuatro de la tarde, pero no había mucha luz. Las nubes grises ocultaban el sol. La calle estaba desierta y el baile de los copos de nieve al caer sobre el asfalto era hipnótico. Extendí la mano hacia el paisaje nevado.

Vislumbré la casa de Jordan a unos cuantos metros. Estaba calle arriba. Me había alejado de la casa de Ivy. La nieve cubría las ramas de los árboles. Las débiles se habían caído por el peso. Cada vez nevaba con más intensidad. Tenía que volver.

—¡Dame dinero! —exclamó una voz masculina.

Me sobresalté: el tono rozaba la agresividad descontrolada. Tardé en asimilar que el hombre me había tirado al suelo. Estaba rodeada de nieve. Su camiseta deshilachada tenía agujeros y sus pantalones estaban desgastados. Lo relacioné enseguida: era el dueño del cartón, tal vez un vagabundo que pedía limosna en la puerta del supermercado.

El señor me zarandeaba mientras me pedía dinero. Los ojos se le salían de las órbitas. Me agarró por los hombros de la camiseta y me obligó a mirarlo. Me amenazaba sin la necesidad de usar palabras. Para mi sorpresa, no me hizo daño. Estaba en perfectas condiciones. Todavía tumbada, me moví, dándole un rodillazo inesperado en el estómago. El vagabundo se encogió y cayó hacia mi lado derecho.

Me levanté, me sacudí y corrí con dificultad sobre el suelo nevado. El hombre me seguía por detrás —era viejo, pero corría como si hubiese ganado dos medallas olímpicas en atletismo—. Llevaba un objeto en la mano que no identifiqué. Estaba llegando a la casa de Jordan. El hombre me agarró del pelo y me estiró hacia él.

Grité. Caí al suelo y mi cabeza rebotó contra el asfalto. Llamadlo adrenalina o miedo, pero no noté el dolor. Había dejado de escuchar el cantar del cardenal.

Segundos más tarde, la puerta de la casa de Jordan se abrió y de ella salieron Ivy y él. Corrían hacia mí. El vagabundo los miró con detenimiento mientras yo seguía apresada.

—¡Apártate de ella! —gritó Jordan.

El hombre se alejó de mí y caminó hacia ellos con cautela. Sus pasos eran lentos y precavidos, pero no eran nada firmes. Se tambaleaba de un lado a otro, sin equilibrio.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora