CAPÍTULO 3 - CALEB 🌧️

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No quedaba harina en la despensa principal. Eso me molestó. Dejé la batidora encendida mientras se mezclaban los huevos, el aceite y la leche y fui a por harina a la segunda despensa.

Mi madre no estaba en casa. Habían pasado un par de horas desde que se había ido al bar de la esquina, ese al que iba todas y cada una de las noches. Tenía una relación más estrecha con las copas y el alcohol que conmigo. Yo, sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina. Me gustaba preparar variedades infinitas de dulces o de platos principales. En realidad, me gustaba cocinar cualquier receta que se cruzase por mi camino.

Antes teníamos un cocinero, pero mi madre lo despidió. No hacía falta en casa. Casi siempre era yo el que acababa cocinando. Si no recuerdo mal, se llamaba Alfred.

Desde entonces siempre era yo el que cocinaba, ocupé su sitio. Me sentí fatal por el despido de nuestro antiguo cocinero; me pasé dos semanas sin hablarle a mi madre.

Muchas de las recetas que había aprendido habían sido gracias a él. Sin embargo, mi pasión por la cocina era innegable y en parte me alegraba ponerla en práctica. Más en una cocina grande como la mía.

Una vez tamizada, mezclé la harina con los demás ingredientes. El teléfono sonó. No me preocupé y seguí mezclando. Rose lo atendería.

—¿Caleb? —avisó Rose con una voz dulce y alegre—. Es tu hermana.

Rose era el ama de llaves. Estaría en sus sesenta. Hacía diecinueve años que estaba con nosotros en casa. Nos cuidaba a mí y a mi hermana cuando éramos pequeños. Tiempo después, cuando mamá empezó a frecuentar el bar y Harper, mi hermana, se fue a la universidad, Rose se encargaba de las tareas domésticas y de echarme un ojo de vez en cuando para comprobar que no me subía por las paredes.

Mi padre, Alan Davis, era un hombre de negocios. Siempre estaba fuera, por el extranjero, trabajando y asistiendo a juntas y reuniones. Gracias a él teníamos nuestra fortuna, pero para ser sinceros no compensaba.

—Gracias, Rose. —Cogí el teléfono. La llamada me desconcertó. Mi hermana no contactaba con nosotros, con su familia, desde hacía un mes y medio—. Hola, Harper.

—¡Hola, Caleb! —Oír su voz me alegró—. ¿Cómo estás, hermanito?

—Bien, cocinando un pastel —contesté sin dar detalles.

—Mamá no está en casa, ¿verdad? —preguntó con el tono de voz entristecido.

—Como ves, las cosas no han cambiado tanto desde la última vez que llamaste —respondí mientras sacaba la masa de la batidora y la metía en un molde.

—Ya veo... ¡Traigo noticias! —Agradecí que cambiara de un tema a otro con rapidez—. Llego a Greenwood el próximo miércoles. ¡Vuelvo a casa por una temporada!

Estábamos a sábado; llegaba en cuatro días.

—¿Y a qué se debe la visita? ¿Vas a dejar la universidad? —bromeé.

—¡No, por supuesto que no! —Tuve que separar el teléfono de mi oreja—. La universidad me ha elegido —dijo, orgullosa— para participar en el estudio de... ya sabes: los asesinatos, la confusión, la agresividad...

—¿Y eso forma parte de tu carrera? —cuestioné, no muy seguro de lo que me hablaba.

—Por supuesto que sí, Caleb. —La escuché soltar una risita al otro lado de la línea—. Soy química farmacéutica, bueno, lo seré pronto. Puedo trabajar en el campo de la investigación y la producción de medicamentos. Trabajaré con científicos en un laboratorio bien equipado.

—Me alegro mucho por ti, te lo mereces. —Las pocas veces que llamaba, la notaba entusiasmada con su carrera. Me emocionaba que le hubieran dado una oportunidad de poner en práctica lo aprendido—. ¿A qué hora llegas?

—Sobre las doce del mediodía.

Cuando acabé de hablar con ella, saqué la masa del horno. Mientras se enfriaba, me senté un rato en el sofá de cuero del salón.

Unas voces provenientes de la calle llamaron mi atención. Me asomé a la gran ventana de cristal que daba a la carretera. En la puerta trasera del bar en el que estaba mi madre, una chica de pelo negro recogido echaba a un hombre a la calle. El hombre estaba tirado en el suelo. La chica volvió dentro del bar y el hombre se quedó fuera.

Después de echar medio hígado, el señor reunió las pocas fuerzas que le quedaban para caminar. Una persona le seguía por detrás; le pisaba los talones. Al ser de noche, no distinguía si se trataba de una mujer o de un hombre. El hombre ebrio no se dio cuenta de la situación y continuó caminando con total normalidad.

La persona no identificada cogió carrerilla y le asestó un puñetazo en la espalda. El hombre cayó de plomo al suelo. No quería seguir mirando; me convertiría en un testigo si pasaba cualquier desgracia, pero estaba tan intrigado por el desenlace de los acontecimientos que no me moví.

Observé la escena sin perder detalle. Bajo una farola, el hombre ebrio luchaba contra quien al fin distinguí que era una mujer de mediana edad. El señor miró hacia mi posición y el miedo a ser descubierto hizo que tirara de la fría manilla para cerrar la ventana.

Aprisa me dirigí a la cocina. El bizcocho estaba frío. Rose entró preocupada con una escoba en alto. Sus hombros se tensaron. Se agarraba a su arma con fiereza. Ni un ejército podría quitarle el arma.

—¿Has escuchado esas voces, Caleb? Venían del bar.

—No, no las he escuchado —mentí. No la quería preocupar—. Seguro que no ha sido nada.

—Sí, seguro que no —afirmó, intentando autoconvencerse. Dejó la escoba en el suelo y sus hombros se relajaron.

Rose se retiró de la habitación. Sin previo aviso, la temperatura descendió. Miré a mi alrededor para saber de dónde provenía la ráfaga de viento gélido y me detuve enfrente de una ventana abierta. El frío me secó la piel al instante y mis labios se agrietaron. La cerré.

Debía irme a dormir. Eran pasadas las once y media de la noche y tenía sueño, pero no quería hacerlo. Tenía que esperar a mi madre. Encendí la televisión para entretenerme; no le presté atención. Mis ojos cada vez pesaban más y a pesar de mis múltiples esfuerzos por mantenerlos abiertos, se cerraban solos.

De pronto, la puerta principal se abrió.

—¡Es increíble! Esos hombres mal educados. Una solo quiere relajarse en el bar y no hacen más que provocar peleas absurdas. ¡Qué más da quién le diera a quien primero! Algún día cambiaré de bar. Ya verás.

Su aspecto era horrible. La había visto en mejores condiciones, la verdad. Tenía los ojos rojos por el exceso de alcohol consumido y el pelo, alborotado. Su aliento se impregnó hasta en la última esquina de la casa. Se quitó los tacones y se llevó una mano a la cabeza. Con rumbo fijo, se tambaleó hasta las escaleras de cuarzo blanco, las de la derecha. Por un momento temí que cayera.

Miré el reloj; era la una y cuarenta de la madrugada.

—Hola, mamá —saludé antes de que subiera el primer escalón.

—Ah, hola, Caleb. No te había visto —dijo sin un ápice de emoción en la voz. Se frotó los ojos—. Vete a dormir.

Se sujetó de la barandilla y subió por la escalera.

Quería irme a mi dormitorio, pero no quería subir con ella; así que esperé a que se encerrara en su habitación. Cuando la escuché cerrar la puerta, subí por las escaleras de la izquierda.

Los Tiempo CambiantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora