AVENTURAS

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Al día siguiente Víctor hizo toda una maniobra sacar de la enfermería una bolsa de hielo en gel para lesiones, de forma incógnita, para evitar testigos y preguntas inoportunas, me los dio en secreto como quien vende drogas, deslizó la pequeña bolsa en mi mano mientras pasábamos a la par.

Los puse sobre las marcas en mi cuello una vez estuve en la privacidad del baño. El dolor había disminuido y el cuello de mi uniforme me cubría de miradas indiscretas. Pero Víctor insistía en preguntarme cómo estaba cada vez que nos cruzábamos por los pasillos, le decía que estaba bien, se disculpaba y tenía que repetirle que no era nada grave. En cuanto a los arañazos sobre su espalda, su ropa cubría todo, Víctor había dicho que no dolían.

—No debes disculparte; al contrario, estoy deseando que lo vuelvas a hacer. —había dicho, el masoquista. Pero yo también estuve de acuerdo con él sobre ese punto, el dolor se sentía tan bien.

Después de lo sucedido, ambos teníamos que contener las sonrisas cuando nos veíamos, por el pensamiento de la noche anterior era recurrente y nos delataban las miradas.

Nos seguimos encontrando ocasionalmente los días posteriores, por los pasillos y en clases, saludándonos formalmente y esperando el día en que pudiéramos tener la oportunidad de volver a estar a solas.

Las clases de teología con el padre Eduard seguían siendo una tortura, tenía que soportar sus aburridos sermones y encima me mandaba a memorizar mil plegarias cada clase como tarea para la siguiente, en cada clase después de leer la biblia nos colocaba en parejas para que nos recitáramos las oraciones y así poder memorizarlas. Siempre había sido buena para memorizar pero eran tantas oraciones que acababa mezclándolas todas. Y la mirada de enfado del Padre Eduard no ayudaba.

Su enfado por haberme salido con la mía aún no le había pasado y me lo demostraba al pedirme de vez en cuando que hiciera la oración antes de cada clase sabiendo que yo nunca antes había orado. Aún así hacía mi oración torpemente, sin dejarme vencer. Había suspendido las lecturas de mi tiempo libre y lo dedicaba a memorizar las oraciones que el Padre Eduard me mandaba para la siguiente clase, quería estar preparada.

Así que esa tarde de Domingo fui a sentarme en el muro del corredor de frente a los jardines. Apoyé la espalda en una de las columnas de piedras, mis piernas extendidas a lo largo del muro sin preocuparme de mi falda de uniforme porque los fines de semanas eran las únicas ocaciones en que podía usar mi ropa habitual, mi camisa favorita de los Beatles y un par de jeans.

Algunos chicos solían jugar fútbol los Domingos y hacer competencias, otras chicas iban al pueblo de compras o llamaban a sus familiares, así que parte del internado estaba solo y podía tener paz, comencé a recitar el credo.

—¿Hablando sola? —dijo el padre Víctor. Sobresaltandome. Había estado tan concentrada con la mirada perdida en el horizonte, memorizando que no había notado de donde salió —¿¡No estarás estás rezando o si!? —añadió con sorpresa fingida y dramática.

Rodeé mis ojos por su comentario. Llevaba una sotana de color negra, una sonrisa iluminando su rostro. Víctor se veía muy angelical cuando vestía su sotana.

—Estoy memorizando el credo. Tengo que decírselo al padre Eduard en la siguiente clase y aún no me lo sé todo. —le expliqué. Removiéndome en mi sitio.

—Oh te ayudo. —dijo animado y sentó a mi lado. Doblé mis piernas sobre el muro. —¿Que tanto te has aprendido?

Víctor se veía muy diferente con sotana, era un poco intimidante tenerlo cerca así, el negro de su sotana relucía su piel blanca, llevaba su cabello castaño perfectamente peinado dejando ver sus grandes ojos que me miraban con entusiasmo. Víctor me había contado que los Domingos solía ir al pueblo a hacer diferentes oficios, las personas siempre necesitaban que un sacerdote coordinara algún evento, una celebración, ungir a un enfermo, y una lista interminable de peticiones a las cuales él se prestaba gustoso, siempre ayudaba a todo el que pudiera.

Yo Confieso...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora