𝙰𝚌𝚞𝚎𝚛𝚍𝚘𝚜

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Esa mañana el padre Eduard se encontraba en su oficina de un increíble humor, orgulloso con aire de superioridad, siempre le encantó la atención al rededor de él, era por eso que siempre le contaba a su maestra quienes estaban parados cuando ella no estaba presente y seguía teniendo esa peculiar necesidad de obtener la aprobación de sus superiores, poniendo en mal a los estudiantes que se atrevieran a violar la más mínima norma del instituto. Él se las sabía de memoria, era lo primero que hacía cuando llegaba a una institución, memorizar sus normas y deberes.

Se había graduado con las mejores notas pero no tuvo muchos amigos, tampoco habían muchas personas que le agradaran, solía hablar mucho con los maestros, ellos eran sus de sus únicos amigos, pero su mejor amigo siempre fue el padre Ramón, una vez le revolvió el cabello al final de una misa dominical y lo felicitó después que sus padres le contaron que se había graduado con las mejores notas.

—algún día serás un gran hombre, que hará mucho bien por este mundo, puedo verlo en tus ojos. —Le había dicho.

Él sentía mucha admiración por la figura que todos parecían respetar y querer, desde entonces tuvo un solo propósito en su mente: Convertirse en el mejor sacerdote. Como el padre Ramón, que siempre había sido tan respetado.

El padre Eduard Venía de una familia respetada y muy acomodada, hijo único, en el preescolar se enorgullecía de ver las muchas estrellitas doradas pegadas a la par de su nombre sobre la pizarra de la pared de su salón, y desde entonces no paró hasta ser el mejor en todo.

En el seminario también fue una figura solitaria, pero respetado y siempre era puesto de ejemplo como el estudiante modelo.

Había crecido respetando un código que él mismo se había impuesto, su obsesión era ser una persona pura, ser limpio de corazón, porque esto significaba tener una conexión directa con Dios, para él esto era sentir a Dios dentro si mismo. Por eso siempre hacía lo que era correcto y se tomaba estas serias palabras como algo literal. Aborrecía el pecado y rezaba cada cuatro horas por sus faltas y por su débil condición humana, algún día ascendería al cielo y sería puro, libre de mancha de pecado. Pero lo cierto era que ese año se sentía más miserable e indigno que nunca, y se paseaba rezando rosarios por su abatida alma.

El padre Eduard se encontraba de espalda a la puerta, mirando la soleada mañana a través de la ventana de su oficina con sus manos de tras de la espalda con aire imponente.

Dos toques en su puerta le alertaron que había llegado la persona a la que esperaba, aunque él no la había mandado a llamar ya estaba esperando su visita. Sabía que ella vendría.






***



[Dani]





—Adelante. —escuché la monótona voz del padre.

Cuando entré lo vi de espalda y se giró con elegancia para enfrentarme, mantenía su persistente expresión seria en su rostro de facciones fuertes, y su alta figura estaba enfundaba en su habitual ropa negra y formal, su profundo cabello negro estaba peinado perfectamente hacia atrás y una malintencionada sonrisa me saludó, daba la impresión que esta situación de poder le fascinaba.

Me llené de valor para hablar.

—Voy a hablar sin rodeos, sé lo que vio la otra noche y tenemos hablar. —solté.

Parpadeó lentamente, ninguna expresión en su rostro.

—Buenos días, Daniela. —habló con tono frío y tranquilo. Tomándose todo su tiempo, mientras mi corazón latía erráticamente, y por mucho valor que tratara de aparentar el calambre en mi estómago me recordaba lo asustada que me sentía. La espera me había estado torturando. —Quisiera decir que me sorprende tu visita, pero debo admitir que estaba esperándote, sé que eres de las personas que toman el toro por los cuernos.

Yo Confieso...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora