𝙳𝚘𝚐𝚖𝚊𝚜

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Víctor






Desde niño tuve una inclinación por proteger a las criaturas marginadas, le guardaba un especial cariño a aquellas criaturas débiles, Solía elegir al animal más pequeño y moribundo de toda la camada, cuando una gata tenía gatitos siempre me quedaba con aquel que habia nacido de ultimo, el mas flacucho y débil de todos, lo mismo con los pajaritos que eran arrojados fuera del nido por otros más grandes, los alimentaba con envidiable paciencia y amor, los cuidaba hasta asegurarse que estuvieran recuperados y podían valerse por sí mismos y entonces los liberaba.

Lo cierto era que siempre protegí a aquellas criaturas rotas, y defendí aquellas personas que eran la minoría, fue por eso que ser el consejero en el internado era para mi algo tan natural como respirar, siempre había amado poder ayudar y hacer sentir mejor a quien lo necesitara.

A lo mejor esa peculiar naturaleza se debía a que me identificaba con ellos, también había sido un niño abandonado y solitario.

Mis más antiguos recuerdos eran siendo un niño vivaz y muy hiperactivo, crecí en la iglesia del pueblo donde las monjas cuidaban de mi, solía vagabundear por los jardines imaginando todo tipo de ensoñaciones fantasiosas, siempre solo, puesto que era único niño en esa enorme iglesia, pensar en eso siempre me hacía sentir un extraño vacío en el pecho, no importaba cuanto la madre Luci se esmerara en jugar conmigo y divertirlo, nada podía hacerme obviar el hecho que era un niño viviendo entre monjas y sacerdotes, pero para aquellos años de dulce inocencia infantil aún no comprendía muy bien el porqué aquello era así, pero aunque no lo entendiera, si podía sentir, y en aquellos enormes jardines que parecían no tener fin, me sentía un niño muy solo.

Cuando se lo hice saber a la madre Luci un día mientras esta me ayudaba a bañar después de una larga exploración por los terrenos de la iglesia ella guardó un largo silencio y al cabo de un rato en el que me distraje jugando con un machón de cabello húmedo que caía por su frente, la madre Lucí me confesó un secreto, Uno que me acompañaba hasta el día hoy: nunca estaba solo.

Con ojos alarmados al tiempo que fascinados, contemplé lo que ella sacó de entre su hábito, me hizo extender mi pequeña mano y colocó en ella una pequeña figura de madera, al estudiarlo encontre a un pequeño niño de bellos rizos amarillos, con alas y manos juntas sobre su pecho.

y entonces escuché las dulces palabras de la madre con entonación angelical.

—Es un ángel de la guarda, te acompaña a cualquier parte que vayas, aunque no lo puedes ver el siempre está contigo. Son enviados de Dios para cuidar de sus hijos.

Desde aquel momento jamás me aparté de su pequeña figura de madera, la llevaba conmigo a todas partes y aunque sabía que aquella figura no era más que una mera representación de su ángel de la guarda, llevarlo en sus caminatas y exploraciones me daba cierta seguridad y compañía.

Así pasaba los largos días en aquel enorme castillo que me parecía la iglesia y que tantos juegos de fantasías me inspiró a imaginarme, cuando no estaba escabulléndome al altar, me encontraba en los parajes donde contemplaba los enormes árboles o me acostaba en los jardines para sentir el indescriptible perfume de las hermosas rosas.

No me importaba si llegaba a casa completamente picado por las abejas, yo amaba estar cerca de las flores.

Porque había algo mítico en estar rodeado por la naturaleza, nunca se lo conté a nadie, pero estando entre flores y el verde de la naturaleza, ahí en el murmúrelo de los insectos y el canto de las aves, cerraba los ojos y contemplaba a Dios, y entonces nunca me sentía solo.

Pronto fue creciendo, cambiando físicamente y entendiendo duras realidades que antes ignoraba, adquirí además una increíble devoción por la vida eclesiástica, y a nadie le sorprendió que eligiera a tan temprana edad convertirse en sacerdote, aunque me empeñé por aprender y adquirir tanto conocimiento como pudo, hubieron muchas cosas que nunca perdí en mi proceso de crecimiento, mantuve siempre esa curiosidad y jovialidad, nunca perdí la inocencia de aquellos años y jamás me desprendió de mi amuleto de madera que tan celosamente atesoraba.

Yo Confieso...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora