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Como cada lunes me levanto con el tiempo justo, me ducho y, mientras me lavo los dientes, saco la ropa del armario. Hoy toca un vestido verde anudado al cuello, ceñido a la cintura y caída con algo de vuelo hasta las rodillas; elijo una chaqueta negra que combina con los zapatos. Una vez vestida, me seco el pelo dejándolo suelto con tan solo unas horquillas invisibles a los lados para impedir que me caigan los mechones más cortos sobre los ojos. Tomo mis dos píldoras de vitaminas diarias, me preparo un café y salgo a toda prisa a la calle. Llego tarde. ¡Mierda, como siempre!

Me monto en el metro. Nunca me siento, paso de pelearme por los pocos asientos que quedan libres, así que voy desde Drassanes a Passeig de Gràcia de pie, junto a la barra de acero inoxidable. Siempre las mismas caras de sueño, el mismo olor, sonido y traqueteo de esta máquina infernal recorriendo a toda velocidad el subsuelo de Barcelona.

Me sitúo frente a la puerta para correr hacia la salida en el momento justo en que se abra. Subo las escaleras esquivando a los más lentos, paso las barreras metálicas y emerjo a la superficie. En cuanto mis ojos se adaptan a la luz, recorro el paseo hasta llegar a las oficinas. Están en uno de los edificios más emblemáticos de la zona, es un tanto antiguo, pero a mí me encanta.

—Buenos días, Pol, hoy tienes cara de haber follado como un loco.

Eso, en nuestro particular idioma, significa que tenemos buen aspecto. El portero me sonríe. Pol es, como yo le llamo, un cubano guasón.

—Lo mismo digo, mamita rica. ¿Una noche loca?

—¡Uuuuffff! No lo sabes bien. –Le dedico media sonrisa perversa mientras espero a que las puertas del ascensor se cierren.

Subo al séptimo piso y corro enérgica hacia mi puesto sin perder de vista el reloj de pared: las 9:03, podría ser peor.

—Buenos días, Anna, hoy tenemos el día movidito en la oficina.

Miro a Vanessa mientras profiero un largo suspiro.

—Ponme al día, anda.

—El jefe trama algo. No han dejado de entrar y salir hombres desde las ocho de la mañana.

—¿Desde las ocho? Vaya, pues sí que ha madrugado. ¿Crees que es por lo de su jubilación?

—No lo sé, pero hay algo que no me cuadra, ¿recuerdas a ese tal señor Norton que iba a suplirle?

—Sí, estuvo aquí la semana pasada revisando las cuentas.

—Pues bien, algo ha debido de pasar, porque ese tío no ha vuelto por aquí.

El timbrazo del teléfono nos hace dar un respingo y descuelgo con avidez el auricular.

—Buenos días, habla con la señorita Suárez.

—Venga a mi despacho en cuanto pueda, Anna.

Cuelgo y miro a Vanessa.

—Voy a ver qué está pasando.

—De acuerdo, tenme informada.

Me levanto, estiro mi vestido, cojo el bloc de notas y, mientras inspiro profundamente, me dirijo con la cabeza erguida hacia el despacho del jefe. No sé por qué, pero siempre que tengo que ir, se me eriza el vello de todo el cuerpo.

—Buenos días, señor Orwell.

Desde aquí, solo se le ve su espesa cabellera blanca. En cuanto se gira sobre su repujado sillón de cuero marrón, me mira. Parece distraído, incluso más envejecido que la semana pasada. Las arrugas que tiene alrededor de los ojos son profundas y su tez, que en algún momento debió de ser superblanca, ahora está moteada, impregnada de pequeñas manchas marrones como si hubiera estado tomando el sol con un colador.

Fuego VS HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora