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Estoy inquieta en la cama. Me levanto con torpeza y me dirijo hacia el baño. El estómago me duele a rabiar, es una presión desgarradora que sube por el esófago provocándome náuseas. Intento vomitar, pero soy incapaz, eso es algo que siempre me ha costado muchísimo. Me lavo la cara sin dejar de mirarme en el espejo; tengo las ojeras marcadas y estoy sudando. Palpo mi frente y la percibo inusualmente caliente. Esto no pinta bien... ¡Maldito pescado crudo!

Regreso a mi dormitorio para encerrarme en él. Las arcadas vuelven a sacudirme violentamente desde dentro. Me encojo apretándome el vientre, intentando calmar las convulsiones.

No puedo dormir, me ladeo, me aprieto, me tapo con las sábanas, me destapo... En cuanto escucho a Elena despertarse, salgo de mi habitación y voy a su encuentro. Al verme su expresión cambia.

—¿Te encuentras mal?

—Me duele mucho la barriga...

Pone una mano sobre mi frente y sus ojos se abren desmesuradamente.

—Tienes fiebre. ¿Qué cenaste anoche?

—Pescado crudo.

Suspira.

—No te ha sentado bien.

—No hace falta que lo jures. No puedo vomitar y tengo un nudo en el estómago. Además, me duele muchísimo la cabeza.

—¿Has podido ir al baño? ¿Tienes diarrea?

—No...

—Te voy a dar un medicamento para que te provoque el vómito, de todas formas, hoy deberías quedarte en casa.

Me entra un escalofrío, mis dientes castañetean y me cubro el cuerpo con los brazos al sentir que el dolor de barriga se intensifica; voy a morir...

—Métete en la cama ahora mismo y tápate, también te daré algo para la fiebre –vuelve a tocarme–. ¡Estás ardiendo!

Percibo como el sudor perla mi frente, pero sigo teniendo mucho frío.

—No sé qué me pasa...

—Te has intoxicado. Este malestar durará como mucho un par de días, no se puede hacer nada, solo controlar los síntomas y esperar a que tu organismo deseche todo lo que no necesita.

—Pero... tengo trabajo y...

—¡De eso nada! En cuanto llegue al ambulatorio te haré la baja y la enviaré por fax a tu empresa. Necesitas guardar reposo.

Obedezco a Elena y regreso a mi cama. Me siento tan débil que no tengo fuerzas ni para protestar. Empiezo a quedarme dormida cuando percibo que entra en mi cuarto cargada con una palangana y un vaso de agua en la mano. Me ofrece el vaso, obligándome a beber hasta la última gota del medicamento que previamente ha disuelto. Sabe fatal, en cuanto termino hago una mueca y vuelvo a caer bruscamente contra la almohada. Me coloca un termómetro en la axila, aguardando en silencio hasta escuchar el pitido que indica que ya ha registrado mi temperatura.

—Tienes cuarenta de fiebre. –Coloca una tableta de pastillas sobre la mesita–. Quiero que te tomes una de estas cada seis horas. –Me da la primera y la trago con un poco más de agua–. Intenta descansar, aún tiene que pasar lo peor.

—¿Lo peor? –pregunto con un hilillo de voz.

—Me temo que esto empeorará a medida que los medicamentos surtan efecto.

—No me digas eso...

Me besa en la frente antes de irse.

—Te llamaré para recordarte lo de los medicamentos y preguntarte cómo estás. ¡Menuda intoxicación que has cogido! Eso, o tienes una gran intolerancia a algo que comiste anoche.

Fuego VS HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora