Eíkosi dyo

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29 de Marzo, 3065. Múnika del oeste, Mapleterre.

Por la mañana cuando el sol comenzaba a colarse por las ventanas del pasillo, Ara se levantó de la cama donde se quedó a dormir en la casa de Mirana y se dirigió a la cocina para traer una jarra con agua a la habitación de la presidenta.

Tomó uno de los jarrones de la cocina, hecho de porcelana fina con un hermoso dibujo de flores de cerezo. Llenó con agua hasta la mitad y caminó por el pasillo hasta la habitación. Al entrar a la habitación murmuró su nombre y no recibió reacción alguna.

Minutos después sintió al doctor entrando detrás de ella con apuro y comprobando el pulso de Mirana para revisar si estaba bien. No hubo respuesta, ni un sonido, en su lugar el inquietante pitido que marcaba el último suspiro de Mirana.

Ara dejó caer el jarrón en sus manos haciendo que se quebrara y el agua se derramara por el suelo de baldosas verdes.

Ahí, acostada en su cama, Mirana había dormido profundamente para no despertar, cuando los paramédicos la encontraron llevaba cinco horas muerta. Dijeron que durante la noche había querido levantarse, pero no lo logró, se quedó en cama y se rindió.

Una combinación de calor y un poco de estrés disturbaron sus sueños pero antes de pedir ayuda, simplemente se quedó, su corazón se quebró finalmente, su enfermedad finalizó su vida.

Ara quería pensar que Mirana se fue en paz, como había dicho un día antes mientras arreglaba sus últimos asuntos. Recordó cuando la vio por primera vez en el búnker de su ciudad, su porte elegante, su casaca roja reluciente y su sombrero negro y espada reluciente. Era así como un líder debía verse, su sonrisa amable, su ego inquebrantable y su voluntad infinita. Había sido su modelo a seguir, la mujer que la inspiraba todos los días a terminar la guerra.

Pocas veces podía verla disfrutar algo debido a la lucha, pero las veces que lo había apreciado serían suficientes. Curiosamente, para aquella figura inmensurable, lo que captaba su atención de forma inmediata y le hacía perderse por horas, no eran esas estrategias de batalla complicadas ni los libros con mensajes existencialistas y profundos que Ara siempre cargaba a todos lados y leía durante sus descansos cada que el campamento militar cambiaba de posición; sino aquellas cosas que casi no se ven en la inmensidad de nuestro universo.

Mirana Baku tenía placeres simples, le encantaba mirar el cielo estrellado en su esplendor cuando se podía apreciar en las zonas montañosas, las olas del mar y su sonido relajante al arrastrar la arena cuando paraban en la bahía de la tribu Yaman, el sabor dulce de las manzanas verdes que daban los árboles de Mapleterre. Todas esas cosas formaban la sonrisa más grande en su rostro y la convertían en una mujer feliz por unos instantes, antes de volver a su obscura realidad y recordar que vivía en constante guerra.

Cuando ella estaba presente todo parecía sencillo, el camino estaba claro. Y Ara sólo podía pensar al mirar su cama ahora vacía...que hace un minuto estaba ahí.

Hace un minuto estaba ahí.

Su cuerpo fue colocado en un ataúd de madera blanca, Mirana había sido vestida en una túnica del mismo color siguiendo las tradiciones de la tribu a la que pertenece y así, fue llevada hasta Lacuna para ser enterrada.

Durante el funeral podía sentir las miradas de su esposo y el General Mylona ir y venir entre los dos, como si pudieran discutir por telepatía y decirse cosas horribles sin realmente hablar. Pero no la excusó de ponerse de rodillas para orar.

Cuando las tribus enterraban a una persona, esta vestía completamente de blanco, creerían que este color representaba el camino a una nueva vida, a la reencarnación. Se rodea de flores el entierro después de que el ataúd está bajo tierra y las personas se arrodillan para orar, toman todos sus manos y dicen sus plegarias para que el alma siga con cuidado su camino y llegue a un nuevo inicio.

Fire Drill; K.thDonde viven las historias. Descúbrelo ahora