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 Fue un día fatal cuando te tuviste que quedar en mi casa.

Había pasado un buena tarde aquella vez, ya que el clima no se veía tan nublado. Nos quedamos hablando sobre como es que se preparan algunos dulces y cómo es que pensabas venderlos, con lo que yo respondía que apenas sabia hacerme unas galletas, y solo lo había hecho porque no tenia nada mejor que regalar en el cumpleaños de Tulio. Por cierto, acerca de ese detalle, a Tulio no le gusto las galletas al final, así que me las comí yo.

—¿Así que piensas vender «dalgonas» en el trabajo?

—Lógica simple, querido Mario: aprovechas la popularidad de algo para vender. Por eso voy a hacer esos dulcecitos coreanos, y hasta los venderé con su respectiva aguja para que lo corten a gusto.

—Ya quisiera saber dónde conseguirás un cortador de galletas en forma de paraguas.

—Ya después veré eso —entonces miraste tu teléfono, levantándote de la mesa—. Me tengo ir, Mario. Ya están dando las siete y media.

—¿Cuándo nos vemos de nuevo?

—Otro día de estos. Por ahora me tengo que ir ya que...

Un estruendo nos interrumpió al igual que un haz de luz por la ventana, y tu cara palideció.

Corriste directamente a la ventana, subiendo la cortina; estabas desesperada, susurrando «no, no, no, no» con frenesí. Corriste directo a la puerta de entrada y la abriste: grandes ventiscas de viento azotaron en tu cara al igual que con mucho rocío. El clima que ya estaba hace rato, el cual no se veía tan mal a pesar de que estaba algo nublado, se volvió una jauría de nubes negras que llovía a cantaros.

—Mierda —cerraste la puerta, y luego te sentaste en el sofá secándote la cara—. No sabía que el clima se iba a poner así.

—A mí no me mires. Soy reportero, pero no del clima.

—¿Acaso no posees de casualidad algún paraguas o algo?

—Le presté mi paraguas a Bodoque una vez. Por eso no volveré a usar paraguas hasta que tenga dinero para uno nuevo.

Te lamentaste, con las manos tapando tu cara.

—¡Oye, oye! Pero no importa —dije. Me acerque a ti colocando mi mano en tu hombro—, todavía no hay que desesperarse.

—¿Por qué? ¿Acaso me dirás dónde puedo dormir?

—Tengo el sofá. Déjame si quieres te hago la cena para irnos a dormir. Te traeré unas cobijas y una almohada para que hagas el sofá a tu gusto.

Pero igual no estuve tranquilo después de la cena.

Todos mis perros se metieron en mi habitación el resto de la noche; la mayoría en el piso y algunos que tuvieron suerte en mi cama. La tormenta se seguía haciendo cada vez más fuerte, con truenos que hasta resonaban en mi cabeza. Pero lo que realmente me tenía inquieto, seguía siendo la idea de que tu estabas en mi sala.

Para esa noche estaba en mi pasillo, viendo el sofá desde la oscuridad cuando el insomnio no me dejo volver a la cama. No te dabas cuenta de mí; veías el cielo raso, con los dedos pulgares rozando en círculos entre ellos, con la mirada puesta en ningún lugar. Tenias la cobija a la altura del pecho y ni con eso dejabas de estar incomoda, como un frio espectral, que cuando los incandescentes rayos se asomaban por la ventana, te daba un espasmo del susto.

Te levantaste y te sentaste a la orilla del asiento, y yo di un paso atrás. Con tus manos te restregabas la cara, con la mirada perdida. Yo no sabia si acercarme porque no era capaz de hacerlo, ya todo entumecido en lo que no había nada especial, y en que la luz de una lampara de la calle era lo único que hacia la habitación visible. Ya cuando me comí la duda, me acerqué, susurrando:

—¿Estás bien?

No contestaste de inmediato. A pesar de que no podías dormir, tu cara se notaba agotaba.

—Por ahora no, Mario.

—¿Necesitas algo? ¿alguna aspirina para el dolor de cabeza?

No me contestaste. Te quedaste por segundos, largos segundos, viendo nada. Me puse en cuclillas frente a ti y coloqué una mano en tu rodilla. Tampoco sentiste cuando hice eso.

—Cindy —dije—: si te sientes mal, dime.

—A decir verdad, Mario —tu voz estaba apagada—, ya ni siquiera sé que quiero...

—Si no sabes que quieres, supongo que puedo estar aquí un rato.

Me miraste, un poco confundida, pero no dijiste nada más. Me levanté y junto a ella, en la orilla del sofá, me senté. Juntos estuvimos en la poca luz que tenía la habitación por un largo tiempo, en una esperanza de que a ambos se nos quitará en insomnio. Mientras esperábamos, yo le sujete la mano entrelazándolas con mis dedos. No te quejaste al respecto.

Igual no es que pudimos recuperar la ganas de volver a la cama a tiempo, pero de que lo habíamos logrado, lo habíamos logrado. El detalle era que no me molesté en volver a mi habitación, así que ambos dormimos juntos en el sofá.

🌾;; Flufftober Marindy | 31 MinutosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora