Capítulo 22 parte B

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Con las ansias a flor de piel un grupo se encontraba. Apenas divisado Terence, quien abriera una puerta, hacia su persona se dirigieron más de dos seres. Pero él sólo pediría la presencia del señor Kent Dunning, el cual acataría todos y cada uno de los puntos solicitados por el hijo de Granchester.

Éste, conforme dictaba sus peticiones, miraba una sonrisa en el rostro de aquel varón. Obviamente, Terence quiso saber...

— ¿Por qué ríe, señor Dunning?

— Por... — aquel soltó una risita traviesa. Pero al entrecejo fruncido de su interlocutor, a él le diría: — una cosa dicha por su padre, quien de sobra sabía la guerra que le declararía a su familia si ésta lo provocaba.

— Ah, ¿eso... lo supo de antemano?

— Por eso, no dudó en dejárselo todo. Bien o mal, usted es un digno hijo de él.

. . .

En la sala de la Mansión Granchester, un gran reloj dejaba oír sus campanadas, las cuales indicaban se arribaba a las veintidós horas de la noche. Las personas que yacían también ahí, desesperadas y con hambre, se negaban a moverse hasta no saber qué había pasado. Las mujeres adultas, cada una había buscado un apartado rincón. Allá y a lado de Elinor Baker estaba el doctor Martí.

En cambio, la duquesa se veía solas. Increíblemente sus dos hijos habían hecho amistad con la siempre vivaracha Candy, la cual los hacía reír y olvidarse de los gruñidos de su estómago.

— Odioso Terence. ¿Cómo puedes estar haciéndome esto a mí? ¡A mí! que no soy feliz, sino como — pensaba para sí la pobre y débil rubia que se le ocurría picarle las costillas a una robusta criatura.

Las risotadas de ésa inundaban el área, empero en menos de un minuto sería el escandaloso sonido de un portazo acompañado del grito extasiado del joven Granchester.

— ¡GANÉ! — dijo y diría una y otra vez conforme avanzaba retador a un ser que como muchos decoraban en sus rostros un gesto de estar entendiendo nada, hasta que un valiente lo cuestionaría:

— ¿Qué ganaste, Terence?

— ¡Sí, ¿a qué demonios te refieres?!

— A usted —, la duquesa que llamaba a sus hijos a su lado, — menos que a nadie se lo revelaría.

— ¿Qué cosa? — indagaba Candy. Sin embargo...

— ¿Ya cenaste? — la esquivó él. — ¿Ya cenaron todos? — los miró, por lo menos a los que le interesaban. Y uno de ellos le respondía:

— No hemos podido hacerlo por estar esperándote y saber ¿qué ha sucedido allá adentro?

— Oh, madre, no comas ansias — dijo un Terry bastante relajado; — mejor vayamos al comedor.

— ¡Terence, no es justo! — se quejó la pecosa posando severamente en jarras.

No obstante, quien no cabía del gusto a ella se volvería para correr a abrazarla, alzarla y girarse en su eje en lo que le decía:

— No, en verdad no lo será.

— ¡¿Entonces?! — ella lo golpeó en los hombros, y en el momento en que Terence se detuvo le volvió a proponer...

— ¡Cásate conmigo!

— Si me bajas, lo pensaré — contestó una molesta ella que sentía náuseas provocadas por las vueltas.

— ¡¿Cómo?! — espetó él un tanto espantado.

— Sí, es en serio, porque si estando casados piensas dejarme sin alimento como hoy lo has hecho....

DESDE QUE PERDÍ TU AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora