EPÍLOGO parte B

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En su emblemático traje, Terry se hubo dirigido a una capilla.

Ahí, él estaba frente al obispo que preparaba lo que tenía que preparar.

Candice, por su parte, una vez que aceptara casarse en ese preciso instante, siguió a la Hermana Grey para llevarla con las otras religiosas y ellas se encargaran de vestirla sencillamente de blanco para la importantísima ocasión.

— Sencilla, pero muy, muy bella — diría Greum al verla escoltada por las demás hermanas y nuevamente encargadas de encaminarla al altar, donde él, en el momento de sostener su mano, besaría a ésta y después una sudorosa frente.

— Todo estará bien — dijo Granchester en un murmullo.

Con timidez Candy sonrió y se dispuso a poner atención en cuanto el Obispo hablara.

Sin tanto preámbulo, los rebeldes del San Pablo iban a quedar pronto unidos de por vida. Bueno, en sí lo harían cuando otro tipo de unión realizaran.

Ésta, aguardaría un poco. Ya que una vez bendecidos y recordándoles que, aunque sus votos matrimoniales fueron simples y su amor era la promesa más grande hecha a Dios, a la mansión Granchester se dirigiría la religiosamente casada pareja, en donde...

— ¿Dónde estuvieron todo este tiempo? — preguntó Elinor, pese a que sus ojos, veían la respuesta.

— ¿Qué pasa? — cuestionó Terry viendo como muebles, baúles y maletas, por empleados, eran llevados a los carruajes que yacían estacionados afuera.

— No sé si esto era parte del contrato firmado.

— Sí — dijo él importándole mayormente que entre más rápido se largara su bastarda familia, mejor. Sin embargo, frunciendo el ceño, el joven Greum a la oficina iría a meterse.

Candice, por su lado, se había acercado a la mamá de su esposo para contarle sobre su no programada ceremonia.

Elinor, por dos segundos, no reaccionó. Lo hizo al tercero, después de haber escuchado al doctor Martí felicitarla por el repentino y valiente paso dado.

— Sí — finalmente pronunciaron — me ha parecido muy bien —; y con cariño abrazó a la chica que por momentos sintió... no, paranoias no agregaría a su vida llena de felicidad, mejor muchas alegrías, aunque estar viendo lo que la familia de su esposo hacía, la hizo ir hacia el más pequeño ser para decirle:

— No estés triste.

— Cómo no estarlo si Terry nos corrió.

— No, él no lo ha hecho — las funciones de esposa ya empezaban a surgir. Y por ende...

— Entonces, ¿por qué nos vamos?

— Porque...

— Tú eres tan mala como lo es él

El desconcierto que la regordeta criatura consiguió en Candy, a ésta Elinor se acercó otra vez para no dejarla caer en las indirectas intrigas de la duquesa humillada. Esa que, así como apareciera en la sala desaparecería por una alta puerta luego de haber cogido la mano de su engendro que se miraría entristecido por dejar la casa que por mucho tiempo la hubo considerado como suya.

Como también de ella no era, o sea de Elinor, la bella actriz preguntaría por su hijo.

— Se metió en la oficina — informó el doctor Martí del acto que todos habían visto.

No obstante, corroborado el dato, Miss Baker fue a él que atento revisaba ciertos documentos.

— ¿Todo bien?

— Sí, mamá — contestó el joven. En seguida cerró un folder y se dispuso a mirar a su progenitora que le diría:

— Felicitaciones

— Gracias; y espero que...

— Está bien, hijo. Entiendo perfectamente que esto se estaba alargando demasiado.

— La amo, madre. No pienso vivir alejado de ella ni un instante más.

— Lo sé, cariño. Lo sé — la diva se acercó a dar un abrazo y un beso en la mejilla. Después de separarse se oía: — Bueno, pues como también sé que en estos casos lo que menos se quiere es estar rodeado de tanta gente...

— ¡Mamá, por favor!

Elinor sonreía del increíblemente sonrojo producido; y aún así lo incrementaría, al enterarlo:

— Me retiro. Iré al hotel, y allá estaré por si necesitaras algo. Pero no, ahora lo dudo más.

— ¡Eres increíble, Elinor! — exclamó Terry no pudiendo con las burlas de la señora Baker, la cual por él era acompañada a la sala, donde también Candy, por el doctor Martí, hubo sido nueva y personalmente felicitada.

Lo que entre ellos hablaran, no distaba mucho de los otros, bueno sí. El galeno estaba contento por su discípula que le había pedido, ya estuviera en la ciudad, lo comunicara a su adoptivo padre y éste a los demás. Esos que comprendieron que ni enojarse venía al caso sino brindar alta y sinceramente por la felicidad de la querida amiga.

Ella, Candy, en cuanto vio a madre e hijo, con él cruzó miradas. El guiño que Terry le dedicara por alguna razón la puso muy nerviosa. Y por lo mismo...

— ¿Se retira, Miss Baker?

— Sí, hija. Este día me ha resultado emocionalmente fatigante.

— Sí, lo entiendo. Pero pensé que antes de, pudiéramos cenar — Candy volvió a buscar los ojos de su ahora esposo y éste...

— Es verdad. Cenemos y después se van.

— ¿Están seguros? — se escuchó entre ellos cuatro, poniendo a dos sonrojados y a uno sonar de lo más sereno:

— ¡Por supuesto!

Sin embargo...

— No — diría un tercero. — De verdad estoy muy cansada. Las piernas me duelen y...

— Entonces, no se diga más, mi bella paciente; y vayamos para que descanse cómo se debe. Jovencitos — se despedía el galante médico — buenas noches.

— Buenas noches — respondió la pareja viendo como uno apoyando a otra, buscaban la puerta de salida.

Atravesada ésta y cerrada por un lacayo, en el interior de la silenciosa mansión, además de los tics tacs de un antiguo reloj, se escucha un profundo suspiro.

— ¿Estás bien? — preguntó Terry a su ahora sí eterna compañera.

— Sí.

— ¿Tienes hambre?

La mueca en el lindo rostro de Candy provocó la sonrisa en el joven Granchester, el cual buscó la mirada de su empleado y le ordenaba la cena para los dos. Pero antes...

— ¿Señor?

Éste se había girado para llevar a su esposa a la sala. Y por la discreta señal que le hicieron, Greum besó la sien de su joven esposa, y consiguientemente se dirigió a quien le hablaría en el oído.

¿El asunto a tratar? La recámara conyugal. Terry tenía la suya. A Candy la habían puesto en otra. También estaba la del finado duque. La de su viuda esposa. Las tres de sus hijos, ¡total!, parecía que espacio ya no había, y por lo mismo...

— Vaya a que preparen la cena, y después dispóngase a empacar nuestras pertenencias

— ¿Viajará de noche, Sire?

— Sí

— ¿Adónde iremos? — preguntó Candy habiendo oído las indicaciones, aunque el repentino acelere de su corazón, la hizo decir con exactitud: — ¿Edimburgo?

Sí, la ciudad de la gaita y del tartán, pero sobretodo, donde el amor de ambos brotó, creció y se fortaleció.

DESDE QUE PERDÍ TU AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora