Camilo Rough se había convertido en un médico de renombre, dejando -si se podía- el apellido más famoso de Estados Unidos en un nivel mucho más alto. Tenía todo lo que un Rough posee por excelencia: El buen físico, la inteligencia y, por sobre todo...
—¿Por qué, por vida santísima de Dios, yo tengo que ir a Miami, maldita sea?— Nikos se quejaba mientras subía la maleta al auto. —Ese condenado idiota de tu padre debe venir.
Sonreí. Aquí íbamos otra vez.
—Técnicamente han venido este año muchas más veces de las que deberían haber venido.
—Tú lo defiendes porque es tu papá.
—Papá— habló mi esposa. —Milo tiene razón.
Aspiró con dramatismo. —Eso se llama traición. Hija, saliste de mis entrañas...
—De las mías, amor— mi suegra respondió riendo. Ella encendió la camioneta.
—De las entrañas de tu madre, que es mi esposa... ¿y me vendes así?
Hope reía.
—Te amo, papi, pero por favor vámonos. Tenemos que llegar a tiempo.
Resopló. —¿A tiempo para qué?
Subí los hombros y volví a bajarlos. Me monté en el asiento de conductor y Hope se sentó a mi lado. Entrelacé mi mano con la de ella.
—Para la apertura de la nueva empresa. Ahora estamos abriendo un restaurante.
—Ah, sí. Es verdad. Lo pudimos haber abierto aquí.
Sonreí. Sería así todo el camino.
Ya en el avión, habiendo despegado, quité el posabrazos que me separaba de Hope y la atraje hacia mí para que se apoyara en mi pecho. La quería muy cerca de mí, siempre.
Ella me sonrió y comenzó a jugar con su teléfono mientras pasábamos algún rato. Era un juego de lógica, así que de tanto en tanto la ayudaba con ello. Era una nueva costumbre que habíamos adquirido en nuestra luna de miel en Turquía, hace ya varios meses.
Pronto nos dormimos todos. Era muy temprano y el ambiente estaba silencioso, por sorprendente que parezca.
Nos levantaron cuando llegamos a nuestro destino y bajamos del avión sin protocolos. Aún podíamos recostarnos en casa de mis padres antes de la inauguración en la noche.
Todos se habían esforzado para esto y merecían que todo les saliese perfecto.
—¿Qué prefieres?— me pregunto más tarde Hope a través del espejo. Yo ya estaba listo, pero, como otra de mis costumbres adquiridas, la observaba desde una posición cómoda para mí. Ver cómo se vestía era de mis cosas favoritas. Igual que cuando ella peinaba mi cabello largo.
Habíamos establecido muchas rutinas encantadoras y deliciosas entre ambos.
La vida solo era mejor a su lado, incluso cuando peleábamos. Porque peleábamos y muy fuerte. Pero eso solo era la pasión entre ambos, desbordante y decidida. Por eso las reconciliaciones eran la mejor parte.
—Me gustan ambos, pero imaginarme el rojo me tiene un poco idiota— le dije con sinceridad.
Ella rio.
—El rojo será.
Pero antes de que se lo pusiera, la besé y la disfruté por varios minutos. Tuvimos cuidado de no arruinar mi ropa.
—Te amo— me dijo antes de salir.
—Y yo a ti, Hayat.
Tomados de la mano nos unimos a la familia para celebrar los logros de la familia y de mi hermana, más concretamente. Mía estaba radiante. Mi padre la miraba con orgullo. Yo la miraba con orgullo.
—Alerta todos. Hoy debemos descubrir qué se trae Mía entre manos— Nikos nos susurró.
Fruncí el ceño.
—¿Más o menos?
Me miró como si yo nunca me enterara de nada, cosa que no era cierto.
—¡Que está medio rara nuestra niña! Mírala, está sonrojada. Mía nunca se sonroja. Mía hace a la gente sonrojar.
Sonreí.
—Esa es mi hermana.
—Sí, más bonita que tú, por cierto.
—¡Claro que no!— replicó Hope. Apreté su mano.
—Gracias, amor— ella me sonrió cuando lo hice yo.
—Bueno— volvió a hablar Nikos. —Lo que sea. Es Raro.
—Amor, está inaugurando un restaurante cinco estrellas. Es la primera en la familia en salirse de las cadenas de hoteles y cafés. Eso explica su sonrojo. Está radiante— Anna acotó.
—Estoy de acuerdo— la apoyé.
—¿Y si alguien la está rondando?
Me tensé. —Nadie está rondando a mi hermana.
Me miró ceñudo.
—Hijo, algún día va a pasar.
Negué. —No ahora. Yo lo sabría.
—Pues ve averiguando esos asuntos, porque de que algo pasa, pasa. Mi fabuloso y perfecto olfato de escritor me lo dice. Huele a historia— Nikos habló pensativo y, de repente, sonriente.
—Ven, amor. Sentémonos, chicos— nos alentó mi suegra.
—¡Nikos!— la voz de mi padre se escuchó. —Trae tu maldito trasero aquí, jodido imbécil. Pareces una señora. ¿Qué tanto hablas...
Resoplé.
—Es tu familia— me dijo mi amor a mi lado al oído, como tratando de intermediar por ello.
Asentí. —Lo es.
Y con sus locuras, con sus momentos insoportables y sus dramas, lo tomaba.
Era mi jodida y perfecta familia.
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