CAPÍTULO 10

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Cuando el día siguiente llegó, Abril tenía su respuesta, aunque solo tenía algunas preguntas del documento. Si bien sabía que no podría modificar nada, necesitaba aclarar algunas dudas.

Se bañó y se perfumó con su fragancia preferida.

Cuando estuvo frente al espejo desnuda, recordó sus palabras.

«Te quiero así y con faldas cortas».

Se colocó el sostén y una blusa color rosa muy pegada al cuerpo. Miró su zona íntima, perfectamente depilada, y sonrió al mismo tiempo que negaba con la cabeza. No se puso la tanga, pero sí una falda que le llegaba por encima de sus rodillas y debajo de la curvatura de sus glúteos. Se calzó sus zapatos de tacón aguja, se puso el saco negro y agarró su cartera. Alisó su cabello y se puso un clip en el flequillo. De maquillaje solo se puso rímel y labial rojo. Se miraba perfecta.

Llegó diez minutos antes del ingreso y fue directo a la oficina de él; lo encontró firmando unos documentos.

—Buenos días, señor Rivas —saludó con una sonrisa de oreja a oreja.

Se situó frente a él, pero él apenas respondió; no le quitaba los ojos a lo que hacía. Se sintió una estúpida. Luego de poner sus ojos en blanco, se fue a su lugar, molesta y excitada.

—Imbécil —dijo por lo bajo mientras se acomodaba en el sillón.

—¿Dijo algo, señorita Evans? —Entonces sí le dedicó toda su atención.

—No —contestó tajante y se puso a revisar los documentos que tenía sobre el escritorio.

Durante toda la mañana no volvieron a cruzar palabras. Él le dejó notas en cada carpeta que debía revisar. Llevaba horas fichando en la computadora.

De golpe, él rompió el silencio.

—Señorita Evans —ella levantó la vista—, ¿recuerda lo que le exigí ayer? —Había dicho tantas cosas, pero sabía a qué se refería—. Perfecto. Entonces puedo creer que no ha traído nada bajo esa falda en la jornada de hoy —expresó seductor.

—No.

Él levantó una ceja.

—¿No qué? —Se acomodó en su silla.

—No, señor.

Sus ojos estaban negros; sus pupilas oscuras como la noche la incendiaban de sobremanera. No sabía qué iba a decirle, pero sí sabía que cada cosa era más caliente que la otra, lo que la hacía mojarse por completo.

—Ábrelas —dijo de repente.

Ella no fue rápida.

—¿Qué? —La tomó tan desprevenida que no supo reaccionar a tiempo.

—Ábrete para mí.

El fuego le quemaba la piel y las ganas ya empezaban a tomarle el cuerpo. Sus pezones se endurecieron y las piernas comenzaron a temblarle. Con lentitud, fijando sus ojos negros en él, se abrió. La vista que tenía de sus partes íntimas era realmente panorámica, no dejaba nada a la imaginación. Era perfecta. Aunque alguien entrase a la oficina en ese momento, nunca se daría cuenta de que estaba abierta de piernas y sin calzones.

—Así te quedarás hasta que te ordene que las cierres.

¿Por qué le hacía caso si aún no había firmado el acuerdo? Era tal el poder que ejercía en ella que no solo la obligaba a acatar sus órdenes sin oponerse, sino también se sentía seducida por su forma de ser.

—Continuemos.

Ella continuó con su trabajo. De vez en cuando él se detenía para apoyarse en el respaldo de su silla y mirarle sus partes íntimas mientras jugaba con la punta de una lapicera. Él podía ver cómo sus partes se contraían y el deseo de poseerla se hacía cada vez más presente.

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