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La joven terminó de acomodar sus cosas en su nuevo hogar y sonrió satisfecha, soltó un suspiro cansado y tomó la chaqueta que su padre le había regalado antes de irse. La abrazó con cariño recordando la mirada cristalizada de su padre cuando se la dio y la sonrisa que le dirigió cuando vio que era unas tallas más grande, pero que a Mia le fascinaba.

"— Toma, Mia — dijo antes de salir por la puerta, tratando de que la chica, su niña, dejara de llorar —, no voy a estar para cuidarte de tus resfríos pero abrigate con mi chaqueta, pequeña, y vas a estar a salvo."

Salió de la casa con una sonrisa, se propuso a recorrer el pueblo y tomar un refresco, estaba realmente cansada pero la ansiedad por recorrer el pueblo y conocer personas le podía más. Conforme avanzaba, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, recibía miradas curiosas, alguna que otra sonrisa gentil, miradas duras, entre otras cosas que ignoraba, y saludaba a todos con una sonrisa, tratando de ser lo más gentil posible, escuchando a sus espaldas cuchicheos. En el recorrido había notado que muchas casas parecían vacías.

Una señora la miraba con el ceño fruncido desde una reposera en su casa, Mia la saludó con la mano y una sonrisa amable. Suponía, con gran pesar, que el pueblo quizás y no era tan distinto de los que había visitado. Pero se negaba a mudarse por quinta vez en el año. Esta vez quería quedarse allí. Aunque sea un poco...

— Hola.

Bajó la mirada y sonrió cuando vio a una niña pequeña, jugaba con su vestido y la miraba con timidez y curiosidad. Se agachó para estar a su altura.

— Hola, pequeña. ¿Cómo te llamas?

— Mirabel, Mirabel Madrigal — le sonrió causando ternura en la joven adulta. — ¿Y tú?

— Mía Gómez, un gusto, pequeña Madrigal. — le sacudió sus rizos.

La pequeña de vestido blanco la observaba como queriendo preguntar algo pero no atreviéndose, pero Mia intuía qué era. Así que, con fingida sorpresa, se señaló su vestimenta.

— Ah, queres saber por qué no llevo vestido ¿verdad? — la pequeña asintió lentamente y Mia le sonrió — Es que... digamos que no es lo mío. Como sea, ¿estás perdida, pequeña?

La niña negó y estuvo apunto de hablar pero alguien llegó corriendo gritando su nombre, Mia se había incorporado de golpe del susto. Un hombre de gafas se había agachado a recuperar el aire con una mano estirada en Mirabel, quien, producto del susto, se había parado detrás de la joven.

— Mira... bel... la... cere... monia... — hablaba entre jadeos.

Cuando se incorporó y la vio detrás de Mia quedó estático. Esta había sacado una mano del bolsillo para saludarlo y lo observó con una media sonrisa.

— Hola... ¿eres nueva?

— Acabo de llegar. Supongo que debe ser el padre, la pequeña se había acercado a saludar, mi nombre es Mia Gómez.

— Ah — asintió el hombre con lentitud, observando a su hija, quien al verlo había caminado hasta estar a su lado —, soy Agustín y ella es mi hija — había sonreído con incomodidad hasta que un recuerdo le hizo sacudir la cabeza y volver a la prisa que llevaba antes — ¡oh, cierto! Mirabel, tenemos que ir a la ceremonia, es tarde y tu abuela está como loca, no debiste irte así, sé que estás asustada, cielo, pero debiste ¡oh cierto! — giró a ver a la joven, quien observaba con diversión cómo regañaba con suavidad a la niña — ¿Quieres venir?

Había hablado tan rápido que Mia apenas pudo asentir con una sonrisa. En el camino Agustín le iba explicando que no sabían de su llegada y que había llegado justo en la ceremonia de cumpleaños de la niña, había hablado algo de unos dones y que la niña había huido de su casa por los nervios, sin embargo hablaba tan apresurado que apenas se le entendía, tuvo que cargar a su hija para ir rápido y Mia acelerar sus pasos para no perderse. Se había reído por lo bajo cuando notó los nervios en el hombre, no sabía quién era la abuela y supuso que era una persona demasiado exigente por la forma que el hombre hablaba de ella.

Tímido • Bruno MadrigalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora