Mia se había asentado en un cuarto extra que había en Casita, que nadie ocupaba. Estaba en el piso de arriba, junto a los demás cuartos, casi pegado al de Bruno. Ninguno sabía si era buena idea que lo tuviera tan cerca, pero Mia decía que estaba bien donde estaba, no quería causar más molestias.
Claramente, Alma sentía un rechazo constante al verla rondar por su casa, ayudando a todos en lo que podía, jugando con los niños, haciéndose cargo de ellos, cuidando de ellos para que sus madres descansen, limpiando y ayudando en lo que podía con la rutina de los Madrigal. La mujer, sin embargo, no negaba que era de buena ayuda, y el hecho de que no la haya echado a patadas de su casa era por su utilidad, no le gustaba admitirlo pero en Casita hacía falta una mano extra. Poco a poco, iba aceptando a la joven, pero su trato seguía siendo el mismo.
Mia a veces pensaba en que era mejor irse, habían días que simplemente se sentía tan mal que el trato de la matriarca hacia ella lograba lastimarla, aunque no lo demostraba, aún así, se quedaba porque los niños comenzaban a considerarla una tía, y eso podía con ella. Sin embargo había adoptado la costumbre de llorar por las noches para que Dolores no la escuchara mientras estuviera en su habitación. El hecho de que su habitación estuviera insonorizada la aliviaba mucho.
A veces pasaba por el pasillo de Bruno y se apoyaba en el barandal a observarlo un rato, observar su figura tallada, como si este fuera a abrirle la puerta con la timidez que tanto añoraba. Entonces aparecía alguno de los niños y se la llevaban a jugar, eso la animaba un poco.
Las noches en que se recostaba entre sus lagunas de lágrimas, notaba que algunas ratitas se asomaban por su puerta de vez en cuando. Y eso, lejos de asustarla o asquearla, la hacía sonreír, porque le recordaba a Bruno. Entonces se paraba, limpiaba sus lágrimas, y les daba trozos de arepa que se había robado de la cocina. Se sentaba en el suelo a observarlas comer, recordando las veces que Bruno le enseñaba sus telenovelas en las que participaban sus ratitas, y de un momento a otro se encontraba acariciando su collar con su pulgar, intentando recordar la piel de él. Porque el tiempo corría con rapidez, y, poco a poco, comenzaba a olvidar su tacto.
Esas noches dormía abrazada a su almohada, sin poder evitar que las lágrimas continuaran bajando por su rostro, y recordando la vez que le había cantado esa canción, la cual se había vuelto su favorita. Pero que evitaba escuchar, sólo quería recordar la versión de él.
Claro que ella no sabía que la razón por la que los roedores aparecieran en su habitación cuando lloraba era porque Bruno las enviaba, intentando reconfortarla de alguna manera. No quería que llorara, le dolía mucho.
Lo había notado, el movimiento que hacía con su mano inconscientemente, como si estuviera acariciando su mano con el pulgar, como solía hacerlo cuando lo tomaba de la mano. Suspiraba con anhelo cuando la veía hacerlo, de verdad extrañaba su contacto. Entonces despegaba la vista de su mano, y se iba en contra de su voluntad.
No la observaba todas las noches, lo hacía sentir un acosador, por ello le daba su privacidad, por más que quisiera estar detrás de las paredes apoyado en ésta como si estuviera sentado junto a ella, pero entendía que sería raro. Simplemente se acercaba las noches angustiosas para ella, porque los pequeños roedores se ponían inquietos y corrían hasta la habitación de Mia, como si lo guiaran hasta ella. Y cada vez que sucedía eso, se apoyaba en la pared de la casa intentando estar ahí para ella, aunque no lo supiera. Enviaba a sus roedores a tontear para sacarle una sonrisa, y sonreía con tristeza cuando funcionaba.
Bruno quería estar ahí para ella.
Él creyó que no lo iba a extrañar, que iba a seguir como si nada. Antes era doloroso pensar en eso. Ahora, él prefería que hubiese sido así. No soportaba no poder abrazarla cada vez que lloraba. No soportaba tener que esconderse como un cobarde en vez de estar ahí para ella. No soportaba ser la razón de su llanto, y lo sabía porque entre sueños murmuraba su nombre. Y le destrozaba el alma.
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Tímido • Bruno Madrigal
Science FictionLa llegada de Mía Gómez daba mucho de qué hablar al pueblo de Encanto, quizás era por la seguridad que brotaba de sus poros, quizás por su cálida sonrisa de ojos chicos, o quizás sólo por el hecho de que siempre llevaba pantalones en lugar de faldas...