31

73 8 2
                                    

Tumbaron al hombre en el piso, sosteniendo sus brazos con fuerza antes de encadenarlo. Uno de los guardias dejó espacio para que el verdugo se acercase armado con una aguja e hilo de crin de caballo. En cuestión de segundos, comenzó a gritar mientras la piel de sus talones era levantada por el cuchillo para que estos fueran cosidos. Cada vez que se intentara poner de pie caería, puesto que la crin de caballo era áspera, le heriría enormemente. A lo largo del tiempo sus piernas se deformarían y arquearían. Serían perfectas para andar a caballo, pensó Arya al oírlo berrear del dolor. Nada podría derribarlo una vez que estuviera arriba.

- Este es el castigo para los desertores que se convierten en bandidos – declaró Jon con el rostro pétreo -. Podéis iros.

A Arya no le sorprendían los gruñidos de los hombres que se dispersaban rápidamente. El clima resultaba más duro de lo habitual, parecía que el invierno de ese año sería muy frío. La gente lo dejaba notar mostrándose más adustos de lo normal, casi todos se dedicaban a pelear entre sí por cosas tan estúpidas como un par de gallinas o monedas de cobre. Todos se sentían inseguros, por lo que se comportaban a la defensiva. Jon tenía el semblante pálido y los ojos melancólicos, no había dormido en días y apenas lo veían al caer la noche, a la hora de cenar.

Y por si fuera poco la gente no dejaba de acosarla con preguntas bienintencionadas. Todo era un desastre. Hasta su propio cuerpo.

La noche anterior había comprobado aliviada que volvía a sangrar. La tensión y el miedo por un posible embarazo por poco la volvieron loca, pero gracias a los dioses no era así. De todas formas, se las arregló para robar con discreción algunas hierbas abortivas, de las que solían hablar las chicas de los teatros en Braavos. Sólo por si acaso, ya que quería seguir buscando a Gendry.

Lo que no quería era traer un niño a un mundo lleno de guerra, horror y venganza.

Pero si lo pensaba, tenía problemas reales que exigían su atención más que el destino de un niño que ni siquiera existía. La reina Selyse. La seguía a sol y sombra, y pese a su experiencia huyendo de los demás, le costaba alejarse de ella y su grupo de matones religiosos. Al menos temían a los huargos, por lo que le era fácil esconderse tras Nymeria o alguno de sus cachorros.

Desgraciadamente, no podría depender de los animales eternamente. Algún día iban a desaparecer siguiendo olores que sólo captarían sus finos olfatos, el mundo era vasto y tenían mucho que recorrer.

- ¿Arya? ¿Estás ahí?

Supo que alguien esperaba fuera de su puerta incluso antes de que tocaran. No tardó en abrir, su hermana se pondría nerviosa si tardaba demasiado.

- Tycho nos ha regalado un catalejo – dijo Sansa después de un rato en silencio -. Acaba de enviar mensajeros al puerto. Parece que los myrienses acaban de crear un nuevo tipo de cristal.

- Debe ser por la guerra, seguro les sirve para ver a sus enemigos. Aunque los lentes de Myr no tiene rival – contestó cepillando su cabello. Se le estaba volviendo casi tan suave como el de Sansa, más espeso incluso -. Pero no viniste por eso, ¿o sí?

- No.

Ambas se sentaron frente a la ventana. La única señal de calor en el paisaje era una pira ardiente que captaba la atención de su hermana mayor. O al menos ésta fingía que estaba atenta a los hombres que la alimentaban con troncos: no cesaba de retorcer sus manos, jugando con sus anillos de oro. Eso no es digno de una dama, quiso decir Arya malignamente, pero no lo hizo.

- Dilo. Lo que sea que quieras decir, dilo.

- No has comido en días - musitó Sansa.

- Comí en las cocinas. Las pastas de limón estaban deliciosas, pero sólo pude comer una porque se llevaron el resto para ustedes.

All Men Must Die [GENDRYA]Where stories live. Discover now