Capítulo 7

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Alejandro, rey de Macedonia y Hegemón de Grecia, tomó la decisión de bajar hacia los diversos estados griegos para estrechar su alianza y compartir su mismo objetivo, que acabar con los persas, mismo deseo que tenía su difunto padre.

Bueno, realmente estaba sometiendo a la fuerza las diversas polis griegas por medio de su ejército.

Hefesto, como buen herrero de los dioses, me proporcionó las mejores armas que tenía a su disposición. Siempre he tenido buena relación con este dios, a pesar de que muchos lo desprecien por no ser agraciado o por su cojera, yo le valoraba por su corazón de oro y por sus maravillosas manos que trabajan el duro metal.

El avance del ejército macedonio era imparable, las polis iban cayen muy rápidamente, Iliria, Tracia, Tebas, hasta que llegamos a la ciudad de Atenas. Yo ya tenía el presentimiento de que no sólo iba a caer la ciudad de la Diosa de la sabiduria, sino también la ciudad en la yo me crié, crecí y forjé, Esparta.

Atenas no ofreció resistencia armada y ofreció la paz que se la concedimos, pero no antes de sofocar sus revueltas internas.
La entrada a la ciudad fue de lo más normal, dando que todos los de allí lo recibieron como el Hegemón que era.

—¿Porque has tenido que tomar mi ciudad Mariam?— Preguntó Atenea mientras acariaba a su lechuza.

—Era necesario la toma para sofocar las revueltas—Respondí—Y Atenas, no sólo va caer bajo el domino macedonio, también la ciudad en la que me crié, Esparta. Pero todo logro conlleva un sacrificio.

Atenea y yo seguimos conversando en el interior del Partenón, Ra revoloteba en el exterior de la Acropolis sin perder la vista en el rey macedonio que estaba paseando por las calles de la ciudad. Ares, en esos momentos, se encontraba en el monte Areópago con sus hijos.

A su memoria vino el recuerdo de como su hija, Alcipe, vino llorando, con sus ropas rotas y sucias, pero lo que le inquieto fue ver que estaba herida, llena de moratones y rasguños. Sus ojos escarlata se detuvieron en las líneas rojas que descendían de la entrepierna suya, eran como perlas rojas que bajaban por su delicada piel. Alguien le había arrebatado por la fuerza, sin su consentimiento, su pureza, su virginidad.

Él preguntó quién lo había hecho, mientras intentaba consolar a su hija. De los labios de la joven, salió el nombre de Halirrotio, y supo quién era.

Halirrotio era hijo bastado de su tío, Poseidón, siempre no vio con buenos ojos a ese ser, y parecía que había heredado la costumbre de violar a jóvenes débiles para saciar su ardiente deseo lujurioso.

Ares le pidió a su hija que le llevara a donde había sucedido todo eso. Ella se secó las lágrimas y guió a su padre a donde la habían violado y allí estaba el violador, con una gran satisfacción tras haber sofocado su lujurioso deseo, pero no lo iba dejar libre tras lo que había hecho.

Cómo única testigo Alcipe de lo que iba a suceder a continuación, Ares empuñó su espada y antes de que pudiera gritar Halirrotio, le dio muerte en aquel lugar.

Tu quitaste la pureza de mi hija, yo te quito tu vida.

Poseidón se enteró de lo sucedido y pidió que Ares fuera castigado por el asesinato de su hijo. Para ello, hizo llamar a los dioses para juzgar al dios de la guerra y que le castigaron por lo que hizo.

Fue en ese mismo monte donde le juzgaron. Zeus, como juez supremo, rodeado de los demás dioses, contó con pelos y señas todo lo sucedido, todo detallado y sin dejar nada oculto. Testificó delante de todos e incluido su hija, la cual era su única testigo.

Poseidón insistió en que debía ser severamente castigado por el alto crimen que ha hecho, pero escuchando las palabras de su hijo Ares y la hija de este. Zeus no vio ninguna culpa para condenarlo, al igual que el resto de los dioses y le absorvieron.

Esposa de la Guerra IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora