๛ treinta y dos.

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Conocía aquel vecindario como la palma de su mano, ni muy rico ni muy pobre, había crecido en aquellas calles, Se hallaba de pie frente a la casa que la había visto dar sus primeros pasos, sus mejores y peores momentos y que la había visto convertirse en mujer. Las rodillas le temblaban un poco y realmente comenzaba a arrepentirse de haber ido, pero ya estaba ahí y no podía rendirse a último momento.

Eso sería ser débil, y ella no lo era.

Sus nudillos golpearon con suavidad la puerta tres veces y comenzó a impacientarse, estaba demasiado nerviosa y aquello le nublaba un poco el juicio. Sus dedos jugaban temblorosamente con la pulsera que compartía con Jean y podría jurar que también casi se desmaya en el momento en que oyó pasos aproximándose a la puerta, señal de que esta sería abierta. Mordisqueó sus labios y puso expresión neutra en cuanto la puerta fue abierta por su padre; aquel avejentado hombre sospechaba que quién estaba tras la puerta era su hija, sin embargo se sorprendió al ver que sus sospechas eran ciertas.

Después de todo, su forma de tocar la puerta jamás cambiaría.

—Charlotte...—murmuró aún sin creerlo del todo, había soñado con aquello desde hacía años— Dios mío.

—¿Puedo pasar? —cuestionó evitando el contacto visual.

—S-Sí, adelante.

Su padre se hizo a un lado y Charlotte tomó una gran bocanada de aire antes de comenzar a caminar lentamente hasta el interior de la vivienda. Los pies habían comenzado a pesarle cómo si en estos tuviese grilletes de hierro y quería marcharse de ahí, pero sabía que si se iba en ese preciso instante, luego se acobardaría y jamás trataría de arreglar las cosas. Una vez dentro, se permitió a si misma echarle un vistazo al lugar, el color de las paredes había cambiado a un tono un poco más claro y algunos muebles habían cambiado de lugar, pero por muchos cambios que hubiese, aquel lugar seguía siendo su hogar y el lugar donde creció. Vivienda que no pisaba hacía cinco años, pero siempre sería importante.

—Iré a buscar a tu mamá.—avisó su padre— Ponte cómoda, después de todo estás en tu casa.

Su padre desapareció por las escaleras y al estar completamente sola rodeada de todo lo que consideró su lugar seguro alguna vez, fue que los recuerdos la golpearon cómo mil cuchillas, y eso le dolió.

  Llevaba al menos tres horas en su cuarto preguntándose cómo le diría a su padre que había quedado en la universidad que tanto soñó desde que era una niña sin que este se molestase. Sabía que el hombre tenía muy metida la mentalidad de que las mujeres no deberían estudiar —un tanto irónico viviendo en el siglo veintiuno— y realmente no sabía que hacer más que cruzar los dedos y esperar que todo saliese bien.
"Todo va a estar bien, ya verás" era lo que le había dicho Floch cuándo la dejó en la puerta de su casa aquella tarde, y por ese momento, prefería creerle a su novio.

—Charlotte, ¿como te fue con Floch? —fue lo primero que preguntó su padre al ver la puerta de su habitación abierta— ¿Todo bien?

—¡Sí! —exclamó con felicidad— Me fue muy bien, papá, es cómo un angelito caído del cielo, me hace muy feliz.

—Y si no te hiciera feliz, tú me dices y yo le corto las pelotas y se las pongo de corbata.

Su relación de padre-hija no era mala a pesar de las diferencias de opinión, eran una familia bastante feliz. Charlotte había decidido que le diría a su padre en la cena de esa noche, por lo que mientras cenaban, en vez de ser una cotorra que nunca se callaba como siempre, se mantuvo en silencio, cosa que le extrañó a sus padres.

—¿Por qué estás tan callada? —cuestionó su madre con preocupación— ¿Pasó algo?

—De hecho sí...

troublemaker | jean k.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora