CAPÍTULO XX

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LEO.

Ira, rabia, furia, rencor, no hay otras palabras que puedan describir como me siento. Una sola imagen se mantiene en mi mente, la de ese malnacido con ella. La vi, por primera vez después de lo que parecieron años. En el momento en que la divisé cruzando la calle, mi corazón pareció volver a latir, permitiéndome sentir como si hubiera despertado de un sueño mortuorio del que reviví. Sólo ella es capaz de hacerme sentir como si le devolviera la vida a mi cuerpo, sin embargo, de la misma manera es capaz de arrebatármela sin asesinarme. Eso hizo hoy.

No necesita un arma para matarme, lo puede hacer con una sencilla oración. Poniéndose como la mayor parte del tiempo ha hecho, en el lugar de otros excepto del mío. Yo anhelaba hablar con ella. Quería que después de tanto, por fin aceptara escucharme. Pensé que era un mensaje de alguna jodida deidad, cuando salí del auto y ella estaba frente a mí porque me resulta inverosímil creer en una casualidad de ese tipo. Por un momento creí que era nuestra oportunidad para arreglar las cosas entre nosotros, volver a ser lo que éramos antes.

Me arrepiento de toda esta maldita espera. No la seguí buscando para darle su espacio, ¿y todo para qué? Para que ella en cuestión de nada buscara a otro hijo de puta dejándome en el pasado. Quedando como el jodido infeliz que se muere por ella y no la supera, mientras que por su parte yo únicamente simbolicé un estúpido amorío pasajero en su vida.

¿Me amó? ¿Me amó como una vez dijo que lo hacía? ¿O todo fue una jodida mentira?

Alguien que ama de verdad jamás olvida, nunca se da por vencido hasta haberlo intentado todo. Nunca se va sin hablar. Todo este tiempo estuve convencido de que no quería escucharme porque estaba dolida, cuando lo más probable es que fue porque realmente nunca le interesó hacerlo. Y sí, todo tiene más lógica viéndolo de esa manera. A fin de cuentas, ella no terminó conmigo por la noticia del embarazo, apuesto que ya había planeado hacerlo desde el momento en que me fui de Boston esa vez.

—Tráeme un coñac —le digo al bartender, al finalizar de tomarme mi enésimo trago.

—Señor, por su seguridad no puedo venderle más bebidas.

—Te estoy pagando imbécil, así que tráeme una maldita botella de coñac ahora mismo —espeto dejando el fajo de billetes en la mesa.

Y esa es la clave para que imbécil acceda a traerme lo que le pedí. Dinero, todo es cuestión del jodido dinero. Una vez el tipo deja la botella en la mesa, yo la tomo para abrirla y empinarme el primer trago que en lugar de desvanecer esas imágenes las aviva más, específicamente las de sus malditas manos colocadas en su cintura. Esa diminuta curvatura que una vez solo yo me di el placer de tocar y tomar.

No puedo entenderlo. ¿Quién diablos era ese sujeto? ¿Lo conoció aquí? No tengo idea de cuánto tiempo llevara con él, tan solo pensar en las veces que podrían haberse acostado ya, hace mi sangre arder e impulsa mi interior a querer matarlo. No lo soporto, es como si la ira me estuviera consumiendo, es como si...

—Caballero su teléfono está sonando —manifiesta un hombre que se encuentra sentado a mi par logrando que me percate del timbre del móvil, el cual trato de ignorar, pero suena tantas veces que no me queda de otra que ver quien es la persona que insiste tanto.

Al leer la pantalla veo que es Marianne quien lo está haciendo, ni siquiera me molesto en atender y apago el teléfono. No quiero oírla, ni a ella ni a nadie.

Me decido por levantarme del asiento y al salir del lugar dando traspiés, llego hasta mi coche, adentrándome a este para encender el motor y marcharme. Agradezco que la carretera está despejada porque así consigo llegar en menos de quince minutos al apartamento.

MÁS MÍA QUE SUYADonde viven las historias. Descúbrelo ahora