XX: "Mary"

83 19 0
                                    

—Creí que nos reuniríamos en su oficina —expresó Holmes, viendo fijamente al hombre de traje que había entrado a la sala de estar del apartamento reconocido de la calle Baker.

—Esta es mi oficina —comentó el señor Magnussen, causando que el ceño de Sabina se hiciera presente, pero que logró disimular bastante bien.

El hombre recién llegado, el cual vestía un traje a juego, a su talla y utilizaba gafas para leer y tenía ese porte totalmente digno de alguien autocrático en todo su esplendor de la palabra.

—Bueno, ahora lo es —expresó, señalando el lugar mientras caminaba por el lugar como si fuera familiar.

—Señor Magnussen —le llamó Sherlock mientras el hombre se sentaba en el sofá y tomaba en sus manos una carpeta que había agarrado de la mesa del escritorio—. Me pidieron negociar con usted en nombre de Elizabeth Smallwood respecto a las cartas de su esposo. Hace tiempo usted ejerció presión en ella con esas cartas. Le gustaría tenerlas de vuelta —hizo una pausa y tomó aire, enlazando sus manos detrás de su espalda—. Obviamente las cartas ya no le son para nada útiles, así que con eso en mente... —Magnussen rió sin abrir la boca—. ¿Es algo que dije?

—No, no, no, estaba leyendo —expresó el hombre de traje mientras se acomodaba las gafas—. Hay mucho que leer... —hizo otra pausa y añadió—. Barba roja... Lo siento, lo siento, ¿de qué me estaba hablando?

Y al decir esas dos palabras antes de la pausa, la reacción de Sherlock fue inmediata y la única que se dio cuenta aparte de Magnussen fue Sabina Becker, quien miró con cierta atención a su compañero de apartamento y comenzó una sensación de preocupación por el reemplazo repentino de la expresión serena y con convicción que siempre tenía Holmes en situaciones como aquella. Incluso al principio para seguir hablando, se quedó un tanto desorientado.

—Intentaba explicar que me pidieron actuar en nombre de...

—¿El cuarto de baño? —preguntó mientras lo interrumpía.

—Pasando por la cocina, señor —le respondió uno de los guardaespaldas que descansaba al lado de John Watson y pronto Magnussen afirmó que estaba muy bien.

—Me pidieron negociar la devolución de esas cartas. Sé que no hace copias de documentos sensibles.

—¿Y es...como el resto del lugar? 

—¿Señor? —le preguntó el mismo guardaespaldas al tiempo en que Sabina se fijaba en cómo Magnussen volvía a repetir el cuarto de baño, siendo víctima de los ojos atentos y deductivos que tenía.

Charles Augustus Magnussen literalmente había exprimido hasta la última gota de datos de Sabina Francine Becker. Hija de un alemán y una británica, pianista, profesora de Arte en la UCL, amante de una harta colección de dibujos a mano que realizaba en tiempos libres, a escondidas y que nadie viera. Punto de presión, bueno, hay una variedad, pero sólo se sabe que el primero de ellos se encuentra en la esquina de su derecha, viéndola de reojo y, justo a su costado, incapaz de dejar de ver cada movimiento que realizaba el hombre de traje, finalmente la miró y le preguntó en bajo si todo estaba bien.

Y Becker asintió de inmediato.

—Entonces mejor no —alegó el hombre al tiempo en que desviaba por fin los ojos de Sabina y la dejaba volver a respirar.

—¿Soy para usted un intermediario aceptable? —preguntó el detective consultor a Charles Augustus Magnussen.

—Lady Elizabeth Smallwood —repitió el nombre completo de la mujer a la que le debían esta reunión—. Me agrada —e hizo un gesto extraño con los labios, como si estuviera saboreando algo.

𝐒𝐢𝐧 𝐑𝐮𝐦𝐛𝐨 𝐲 𝐀 𝐂𝐢𝐞𝐠𝐚𝐬 [𝐒𝐡𝐞𝐫𝐥𝐨𝐜𝐤 𝐇𝐨𝐥𝐦𝐞𝐬]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora