capitulo 14

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-Oh-musitó Fionna para sí mientras conducía con el piloto automático, lo cual en el tráfico de Detroit era más que arriesgado.
«¿Oh?» ¿Qué clase de respuesta inteligente era aquélla? ¿Por qué no le había dicho algo como: «Ni lo sueñe, amigo» o quizá: «Dios santo, ¿es que se ha helado el infierno y yo no me he enterado?» ¿Por qué no pudo decir cualquier otra cosa que no fuera «oh», por todos los santos? Hasta durmiendo era capaz de hacerlo mejor.
No lo había dicho en tono indiferente, como si le estuvieran pidiendo información y la respuesta no fuera muy interesante. No, aquella maldita sílaba le había salido tan débil que ni siquiera había quedado registrada en el paridómetro. Ahora él pensaría que lo único que tenía que hacer era darse un paseíto hasta la casa de ella y la vecinita caería rendida a sus pies.
Lo peor de todo era que tal vez tuviera razón.
No, no, no, no, no. A ella no le iban las aventuras casuales, y tampoco se le daban bien las serias, de modo que aquello daba por finiquitado el tema de los romances. Por nada del mundo iba a tener un escarceo con el vecino de al lado, al que sólo un día antes - ¿o había sido dos días antes?- consideraba un «tipejo».
Ni siquiera le gustaba. Bueno, no mucho. Desde luego admiraba la manera en que había reducido y puesto boca abajo a aquel borracho. Había ocasiones en las que la fuerza bruta era la única respuesta satisfactoria; se sintió enormemente satisfecha al ver a aquel borracho aplastado contra el suelo y manejado con tanta facilidad como si fuera un niño pequeño.
¿Había en Marshall algo más que le gustara, aparte de su cuerpo -eso se daba por sentado- y de su capacidad para manejar a borrachos? Reflexionó durante unos momentos. Había también un rasgo atractivo en un hombre que renovaba los armarios de la cocina, aunque no supo decir exactamente qué podía ser; ¿un toque de sentido hogareño, quizá? Estaba claro que necesitaba algo que contrarrestara aquel pavoneo de macho. Sólo que él no se pavoneaba; se paseaba. No necesitaba pavonearse llevando al cinto una pistola tan grande como un secador de pelo. En lo que se refería a símbolos fálicos, desde luego los tenía bien marcados... aunque no es que necesitara símbolos, con el instrumento de verdad que tenía dentro de los pantalones...
Aferró con fuerza el volante en un intento de controlar la respiración. Conectó el aire acondicionado y ajustó las salidas de ventilación para que el aire le diera en la cara. Sentía los pezones tensos, y sabía que si los mirara se los encontraría erguidos como soldaditos.
Está bien. Aquí el problema radicaba en un caso grave de excitación sexual. El hecho estaba allí, y ella tenía que afrontarlo, lo cual quería decir que tendría que comportarse como una adulta sensata e inteligente y conseguirse unas píldoras anticonceptivas lo antes posible. En cualquier momento iba a venirle la regla, lo cual era una suerte; podría comprar las píldoras y empezar a tomarlas casi de inmediato. Pero no iba a decírselo a él. Las píldoras eran sólo una precaución, por si acaso sus hormonas se imponían sobre su materia gris. Jamás le había sucedido nada tan tonto, pero es que jamás se había prácticamente derretido de aquella manera al ver la parte sobresaliente de un hombre.
¿Qué demonios le estaba ocurriendo?, se preguntó furiosa. No era la primera vez que veía partes sobresalientes. Era verdad que la de James resultaba impresionante, pero cuando era una jovencita curiosa en su época universitaria había visto un par de películas porno y había hojeado ocasionalmente la revista Playgirl, de modo que había visto cosas mayores. Además, pese a lo que se habían divertido hablando del hombre perfecto y lo grande que debía tener el pene, dicha parte del cuerpo no era ni con mucho tan importante como el hombre al que estaba unida.
El hombre perfecto. Los recuerdos volvieron a ella igual que una bofetada. Maldita sea, ¿cómo podía haberlo olvidado? Pues igual que se había olvidado de Marshall y de su Hombre Feliz porque estaba preocupada por aquel tonto noticiario, así fue. Como distracciones, aquellas dos cosas podían competir en importancia con, digamos, el hecho de que se le estuviera quemando la casa.
Hoy debía ser un día más bien tranquilo, pensó. De las ochocientas cuarenta y tres personas que trabajaban en Hammerstead, existía la posibilidad de que varias de las que la conocían a ella y a sus amigas hubieran visto el informativo y adivinaran sus identidades. Alguien preguntaría directamente a Dawna, ésta revelaría el resto de la información, y la noticia se extendería como un reguero de pólvora por todo el edificio, a la velocidad del correo electrónico. Pero mientras dicha información permaneciera dentro de Hammerstead, T. J. tendría al menos una oportunidad de impedir que se enterara Galán. Éste no guardaba mucha relación con los compañeros de trabajo de su mujer, excepto su asistencia obligatoria a la fiesta de Navidad de la empresa, en la que solía vérselo aburrido.
Seguro que habría algo más importante que sucedería aquel día, si no a escala nacional, sí en el ámbito local. Aquellos eran los temidos días de la canícula del verano, cuando no se celebraban sesiones en el Congreso y todos los senadores y representantes se habían ido a su casa o se encontraban recorriendo el mundo en viaje oficial, de modo que no habría muchas noticias nacionales a menos que tuviera lugar algún tipo de catástrofe. No deseaba que se estrellase un avión ni nada parecido, pero tal vez pudiera suceder algo que no implicara pérdida de vidas.
Empezó a rezar para que se produjera una caída del mercado de valores de las que encogen el estómago... siempre que los mercados empezaran a recuperarse al final del día, naturalmente. No estaría nada mal vivir otra montaña rusa antes de una repentina subida hasta un máximo histórico; eso mantendría a los informativos ocupados el tiempo suficiente para que todo el mundo se olvidara del hombre perfecto.
Pero nada más llegar a la altura de la entrada de Hammerstead, vio que sus esperanzas de tener una jornada tranquila habían sido en exceso optimistas. A un lado había aparcadas tres camionetas de informativos de televisión. Tres hombres de aspecto desaliñado armados con Minicams estaban filmando cada uno a una de las tres personas, un hombre y dos mujeres, que se encontraban frente a la valla con Hammerstead al fondo. Los tres reporteros estaban lo bastante separados entre sí como para no entrar en sus respectivos campos visuales, y hablaban con gran entusiasmo a sus micrófonos.
A Fionna se le encogió el estómago. Pero aún tenía esperanzas; todavía no había abierto la Bolsa.
- ¿Qué ocurre? -fueron las primeras palabras que oyó al entrar en el edificio. Frente a sí vio dos hombres bajando por el pasillo-. ¿Qué ocurre con los reporteros de televisión? ¿Es que alguien ha comprado la empresa, o hemos cerrado, o algo así?
- ¿Has visto las noticias de esta mañana?
-No he tenido tiempo.
-Por lo visto, algunas de las mujeres que trabajan aquí han elaborado su propia definición del hombre perfecto. Todas las cadenas de televisión lo están tratando como una historia de interés humano, supongo.
- ¿Y cuál es su definición del hombre perfecto? ¿Alguien que siempre baja la tapa del inodoro?
Oh, pensó Fionna. Se habían olvidado de aquella condición.
-No, según he oído, es el típico Boy Scout; fiel, sincero y que ayuda a las viejecitas a cruzar la calle, tonterías de ésas.
-Ah, pero eso puedo hacerlo perfectamente -dijo el primer hombre en tono de descubrimiento.
- ¿Y entonces por qué no lo haces?
-No he dicho que quiera hacerlo.
Ambos rieron juntos. Fionna se divirtió con una maravillosa fantasía en la que los lanzaba a los dos de un puntapié de cabeza contra la puerta de enfrente, pero se contentó con preguntarles:
- ¿Están diciendo que los dos son infieles? ¡Pues vaya ganga que son!
Ambos se dieron la vuelta como si se sorprendieran de verla allí, pero tenían que haber oído abrirse la puerta y los pasos de alguien que caminaba detrás de ellos, de modo que no se tragó aquella fingida inocencia. Conocía sus caras pero no sus nombres; eran directivos intermedios, de veintimuchos o treinta y pocos años, muy encopetados con sus camisas azules de seda francesa y sus conservadoras corbatas.
-Perdona -dijo el primero de ellos con falsa contrición-. No te habíamos visto.
-Claro -replicó Fionna poniendo los ojos en blanco. Pero enseguida se reprendió a sí misma; no tenía ninguna necesidad de participar en aquel tipo de conversaciones. Que aquella particular guerra entre sexos se librara sin ella; cuanta menos atención atrajeran ella y sus otras tres amigas, mejor para ellas.
En silencio, Fionna y los dos hombres se dirigieron hacia los ascensores. Hoy no había ningún cartelito puesto, lo cual echó en falta.
En la oficina la esperaba Clara, con aspecto de sentirse tensa.
-Supongo que habrás visto las noticias -le dijo a Fionna. Fionna afirmó con la cabeza.
-He llamado a T. J. y le he dado un toque de advertencia.
-No puedo decirte cuánto siento que haya ocurrido todo esto -dijo Clara bajando la voz al ver que entraba alguien por la puerta abierta.
-Ya lo sé -contestó Fionna con un suspiro. No tenía sentido seguir fastidiando a Clara; lo hecho, hecho estaba. Y aquello no era el fin del mundo, ni siquiera para T. J. Si Galán se enterara de todo y se pusiera tan agresivo como para terminar divorciándose de su mujer, es que el matrimonio no era muy fuerte.
-Dawna les dio mi nombre -prosiguió Clara-. El teléfono me ha vuelto loca toda la mañana. Todas las cadenas quieren entrevistas, y también el News. -Hizo una pausa-. ¿Has visto el artículo esta mañana?
Fionna se había olvidado por completo del periódico; el espectáculo porno que había presenciado en la casa de al lado le supuso una importante distracción. Negó con la cabeza.
-Aún no he leído el periódico.
-De hecho es bastante gracioso. Se encuentra en la sección en que siempre meten recetas de cocina y cosas así, de modo que tal vez no lo haya leído mucha gente.

El hombre perfecto (fiolee)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora