capitulo 25

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Fionna abrió apenas un ojo y miró furiosa el reloj, que estaba emitiendo un pitido agudo de lo más molesto. Cuando por fin comprendió que era la alarma -al fin y al cabo nunca la había oído sonar a las dos de la madrugada- alargó el brazo y le propinó un manotazo. Se acurrucó de nuevo en el recuperado silencio, preguntándose por qué demonios habría sonado la alarma a aquella hora tan intempestiva.
Porque ella misma la había puesto para que sonase a aquella hora, he ahí el porqué.
-No -gimió en medio de la oscuridad-. Me niego a levantarme. ¡Sólo llevo cuatro horas durmiendo!
Pero se levantó. Antes de irse a la cama había tenido la previsión de dejar preparada la cafetera y fijar el temporizador para la 1.50. La atrajo el olor a café y se dirigió a la cocina dando tumbos. Al encender la luz tuvo que entrecerrar los ojos para protegerse de la fuerte claridad.
-La gente de la televisión es de otro planeta -murmuró al tiempo que cogía una taza-. Los seres humanos auténticos no hacen esto como costumbre.
Con una taza de café dentro del cuerpo, consiguió llegar hasta la ducha. Mientras el agua le caía sobre la cabeza recordó que no tenía la intención de lavarse el pelo. Como no había tenido en cuenta el tiempo necesario para lavarse y secarse el pelo cuando calculó la hora de levantarse, ahora iba oficialmente con retraso.
-No puedo con esto.
Un minuto más tarde se convenció a sí misma de intentarlo. Rápidamente se aplicó el champú y se enjabonó con la esponja, y tres minutos después salía de la ducha. Con otra taza de humeante café a mano, se secó el pelo con el secador y a continuación se puso un poco de espuma para domar los mechones rebeldes. Cuando una se levantaba tan temprano, era necesario usar maquillaje para ocultar la imagen automática de horror e incredulidad; se lo aplicó rápido pero en cantidad generosa buscando ofrecer un aspecto glamoroso, como de recién salida de una fiesta. Lo que consiguió se acercaba más al aspecto de estar con resaca, pero no pensaba malgastar más tiempo en una causa perdida.
No te vistas de blanco ni de negro, le había dicho la mujer de la televisión. Fionna se puso una falda negra larga y estrecha, suponiendo que la mujer se había referido a la mitad superior del cuerpo, que era lo que iba a verse. A continuación se enfundó un jersey rojo de escote bajo y redondo y manga tres cuartos, se ajustó un cinturón negro y completó el atuendo con unos zapatos bajos de color negro y unos aros de oro en las orejas.
Consultó el reloj. Las tres de la madrugada. ¡Maldición, qué buena era! Antes se mordería la lengua que reconocerlo.
Muy bien. ¿Qué más? Comida y agua para Bubú, que no se encontraba a la vista. Gato listo, pensó.
Una vez resuelta aquella pequeña tarea, salió de casa cuando pasaban cinco minutos de las tres. El camino de entrada de al lado seguía vacío. No estaba el Pontiac marrón, ni tampoco había oído entrar ningún otro vehículo durante la noche. Marshall no había ido a casa.
Probablemente tendría novia, pensó apretando los dientes.
Se sintió como una idiota. Naturalmente que tendría novia. Los hombres como Marshall siempre tenían una o dos mujeres pendientes de él, o tres. Con ella no había podido ir a ninguna parte gracias a que no usaba ningún anticonceptivo, de manera que simplemente se fue volando a posarse sobre la siguiente flor.
-Tipejo -masculló al tiempo que se metía en el Viper. Debería haberse acordado de sus experiencias anteriores en guerras sentimentales y no haberse emocionado tanto. Era evidente que sus hormonas se habían impuesto al sentido común y que se había emborrachado de vino de ovarios, la sustancia más potente y más destructora de cordura de todo el universo. Dicho en pocas palabras, había echado un vistazo al cuerpo desnudo de Marshall y se había puesto cachonda.
-Olvídalo -se dijo a sí misma mientras conducía por entre las silenciosas y oscuras calles residenciales-. No pienses en ello. -Claro. Como que iba a olvidarse de la visión de aquel mango, agitándose libre y orgulloso.
Le entraron ganas de llorar al pensar en tener que olvidarse de aquella erección reverencial y que hacía la boca agua sin haberla probado siquiera, pero el orgullo mandaba. Se negaba a ser una de tantas en la cabeza de un hombre, y mucho menos en su cama.
La única excusa que podía tener Marshall, reflexionó, era que estuviera tumbado en algún hospital, demasiado grave para marcar un número de teléfono. Fionna sabía que no le habían disparado ni nada parecido, pues el hecho de que un policía hubiera resultado herido habría salido en las noticias. Si hubiera sufrido un accidente de tráfico, la señora Kulavich se lo hubiera dicho. No, estaba vivito y coleando, en alguna parte. Allí era donde radicaba el problema.
Sólo para no dejar fuera ninguna posibilidad, intentó sentir un poquito de preocupación por él, pero lo único que logró sentir fue un profundo deseo de mutilarlo.
De sobra sabía que no debía perder la cabeza por un hombre. Aquello era precisamente lo humillante, que lo sabía de sobra. Tres compromisos rotos le habían enseñado que una mujer necesita conservar la cabeza fría cuando trata con la especie masculina, o de lo contrario puede resultar seriamente perjudicada. Marshall no le había hecho daño -en fin, no mucho- pero había estado a punto de cometer un error verdaderamente tonto, y odiaba pensar que era tan ingenua.
Maldito fuera, ¿por qué no podía haberla llamado por lo menos?
Si tuviera un mechón de pelo suyo, se dijo, podría lanzarle una maldición, pero estaba dispuesta a apostar a que él no le permitiría acercarse lo más mínimo con un par de tijeras en las manos.
Se entretuvo inventando imaginativos encantamientos por si acaso lograba hacerse con un poco de cabello suyo-como si fuera posible con lo corto que lo llevaba. En particular le gustó uno que lo castigaba con un importante marchitamiento. ¡Ja! A ver cuántas mujeres quedaban impresionadas cuando aquella palanca de mando se transformara en un fideo flácido.
Por otra parte, tal vez estuviera reaccionando en exceso. Un beso no bastaba para establecer una relación. No tenía ningún derecho sobre él, sobre su tiempo ni sobre sus erecciones.
Vaya que no.
De acuerdo, hasta ahí la lógica. En este caso tenía que hacer caso a lo que le decía el instinto, porque no quedaba sitio para nada más. Sus sentimientos hacia Marshall se salían bastante de la norma, pues estaban formados a partes iguales por pasión y furia. Marshall podía enfurecerla más rápidamente que ninguna otra persona que hubiera conocido jamás. Y también había estado muy cerca de pasarse de la raya al afirmar que cuando la besara los dos terminarían desnudos. Si él hubiera elegido mejor el lugar, si no estuvieran en medio del camino de entrada de ella, no habría recuperado el control a tiempo para detenerlo.
Aunque estaba siendo sincera con él, también debía admitir que los conflictos que surgían entre ambos la estimulaban mucho. Con sus tres prometidos -en realidad, con la mayoría de las personas- se había contenido, había reprimido sus ataques verbales. Sabía que era una sabihonda; Cake y Finn se habían tomado muchas molestias para hacérselo saber. Su madre había intentado atemperar sus reacciones y lo había conseguido en parte. A lo largo del colegio había luchado por mantener la boca cerrada, porque la velocidad rápida como el rayo a la que funcionaba su cerebro dejaba desconcertados a sus compañeros de clase, incapaces de estar a la altura de sus procesos mentales. Tampoco deseaba herir los sentimientos de nadie, lo cual había aprendido enseguida que podía hacerlo sólo con decir lo que pensaba.
Valoraba mucho su amistad con Clara, T. J. y Luna porque, por más distintas que fueran todas, las otras tres la aceptaban y no se sentían intimidadas por sus observaciones cáusticas. Experimentaba esa misma clase de alivio en su trato con James, porque él era tan sabihondo como ella y poseía la misma agilidad y velocidad verbal.
No quería renunciar a aquello. Una vez que lo hubo admitido, comprendió que tenía dos alternativas: marcharse, lo cual había sido su primera intención, o darle una lección acerca de... acerca de jugar con sus sentimientos, ¡maldita sea! Si había algo con lo que no quería que jugara la gente eran sus sentimientos. Bueno, está bien, en realidad había dos cosas: tampoco quería que nadie jugara con el Viper. Pero Marshall... Por Marshall merecía la pena luchar. Si tenía otras mujeres en la cabeza y en la cama, ella sencillamente tendría que sacarlas de allí y hacerlo pagar a él por causarle dicho trabajo.
Ya está. Ahora se sentía mucho mejor. Ya estaba decidido lo que iba a hacer.

Llegó a la cadena de televisión antes de lo que había previsto, pero es que a aquella hora de la mañana no había mucho tráfico por las autopistas ni por las calles. Luna ya se encontraba allí, apeándose de su Cámaro blanco, con aspecto de estar tan fresca y descansada como si fueran las nueve de la mañana en vez de ni siquiera las cuatro. Llevaba un vestido de seda de color dorado que le prestaba un brillo especial a su tez crema y café.
-Esto es como fantasmagórico, ¿no? -dijo cuando Fionna se unió a ella y ambas se encaminaron a la puerta trasera de los estudios, tal como les habían dicho que hicieran.
-Se me hace raro -convino Fionna-. No es natural estar despierto y ya funcionando a estas horas.
Luna rió.
-Estoy segura de que toda la gente que circulaba por la carretera no estaba haciendo nada bueno, porque ¿qué otra razón podrían tener si no para andar por ahí?
-Serán todos traficantes de drogas y pervertidos.
-Prostitutas.
-Ladrones de bancos.
-Asesinos y malhechores.
-Famosos de la televisión.
Todavía estaban riendo cuando llegó Clara en su coche. En cuanto se reunió con ellas les dijo:
- ¿Han visto los tipos tan raros que hay por la calle? Deben de salir por la noche, o algo así.
-Ya hemos hablado de eso -dijo Fionna sonriente-. Supongo que se puede decir sin temor a equivocarse que a ninguna de nosotras nos van mucho las fiestas, como para llegar arrastrándonos a casa a estas horas de la madrugada.
-Yo ya me he arrastrado bastante -dijo Clara en tono desenfadado-. Hasta que me cansé de mancharme las manos de huellas de zapatos. -Miró a su alrededor-. No me puedo creer que haya llegado antes que T. J. Ella siempre llega temprano, y yo suelo retrasarme.
-A lo mejor Galán ha tenido una rabieta y le ha dicho que no puede venir -sugirió Luna.
-No; si no pudiera venir, habría llamado -repuso Fionna. Consultó su reloj: las cuatro menos cinco-. Vamos a entrar. Es posible que tengan café, y yo necesito una buena dosis para pensar con coherencia.
Fionna ya había estado en un estudio de televisión, de modo que no se sorprendió al ver aquel espacio cavernoso, la oscuridad, los cables que cubrían todo el suelo. Un conjunto de cámaras y de focos se erguían como centinelas sobre el plato, mientras los monitores lo vigilaban todo. Había gente alrededor, vestida con vaqueros y zapatillas deportivas, además de una mujer ataviada con un elegante traje de color melocotón, que vino hacia ellas con una radiante sonrisa profesional en el rostro y la mano extendida.
-Hola, soy Julia Belotti, de GMA. Supongo que ustedes son las chicas de la Lista. -Rió de su propio chiste al tiempo que les iba estrechando sus manos-. Yo voy a hacerles la entrevista. ¿Pero no eran cuatro?
Fionna se abstuvo de hacer la escenita de contar cabezas y decir: «No, me parece que somos sólo tres». Aquello era típico de una sabihonda, las cosas que solía reprimir.
-T. J, llegará tarde -explicó Clara.
-T. J. Yother, ¿no es así? -La señorita Belotti deseaba demostrar que había hecho sus deberes-. Sé que usted es Clara Dean; he visto la entrevista local que se ha difundido-. Luego miró a Fionna, estudiándola con la mirada-. Usted es...
-Fionna Bright.
-La cámara va a adorar su rostro -dijo Belotti, y a continuación se volvió a Luna con una sonrisa-. Usted debe de ser Luna Scissum. Debo decir que si la señora Yother es tan atractiva como ustedes, esto va a causar sensación. Ya saben cuánto interés ha despertado su Lista en Nueva York, ¿verdad?
-En realidad, no -contestó Luna-. Estamos sorprendidas por toda la atención que está recibiendo.
-Cuando estemos grabando, muéstrense seguras y digan algo a ese respecto - las instruyó Belotti, consultando su reloj. Un diminuto frunce de fastidio comenzó a arrugarle la frente; en aquel mismo momento se abrió la puerta y entró T. J. con el peinado y el maquillaje impecables y vestida de un color azul intenso que favorecía sus tonos cálidos.
-Siento llegar tarde -dijo, uniéndose al pequeño grupo. No dio ninguna excusa, sólo pidió disculpas, y Fionna clavó la mirada en ella y advirtió la fatiga que se traslucía bajo el maquillaje. Todas ellas tenían buenas razones para parecer cansadas, teniendo en cuenta la hora, pero T. J. mostraba además signos de estrés.
- ¿Dónde está el lavabo de señoras? -preguntó Fionna-. Quisiera retocarme los labios, si tenemos tiempo, y luego tomar un café si es que hay.
Belotti rió.
-En un estudio de televisión siempre hay café. El lavabo de señoras está por aquí.

El hombre perfecto (fiolee)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora