Cumpleaños número 30 Parte 1

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*Narra Kate

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*Narra Kate

Todavía no despuntaba el alba y ya Nana me estaba llamando porque me quedé dormida para preparar el desayuno de la casa.

Desde la muerte de mi madre es la única persona de la que consigo un poco de afecto.

Entra sonriente con un pedazo de pastel y una vela encendida, hoy es mi cumpleaños número treinta, cifra desdichada y lapidaria para una mujer en esta época. Pleno siglo dieciocho.

—Pide un deseo Kate, al menos tenéis derecho a eso — dice Nana

—Conocer el mundo más allá de la cocina, me gustaría mucho —y soplé sin esperanzas la desdichada llama que sepultaba toda ilusión de saber siquiera que se sentiría dar un beso. Como en las historias de amores del maestro William que tanto me fascinaban.

Comencé a ponerme mis ropas sobre la camisola que tenía y Nana me ayuda a atar los tirantes tras la espalda. Ropa sobre ropa, se oculta la miseria de mi vida. Como la hija mayor de un conde que esperaba varón y tras esperar tanto, se agrió demasiado su carácter y tras la muerte de mi madre, descargaba sobre mi toda su frustración.

Solo contaba con Nana, era mi intento desde niña al decirle mamá, y se quedó pegada para mi esa palabra como sinónimo de cuidado materno. Ya que mi madre dejó mi crianza casi a su total cuidado.

Aprendí a leer sola en mis escasísimos ratos libres. No tenía otra forma de conocer el mundo, si no fuera por las magistrales plumas que con tanta inteligencia me enseñaban esos lugares que jamás conocería. Y los amores que me fueron negados por mi falta de belleza, segun dicen y el interés de mi padre de no perder a su principal esclava.

—Apresura el paso mi niña, que pronto se levantarán demandando comida—dijo Nana preocupada

Entonces fuimos a la cocina a atizar el fuego para el café y la leche, cortamos los panes y preparamos los huevos con surtidos de fruta fresca. También calentamos los panes y preparamos los pocillos con diversas mermeladas. Todo lo necesario para animar la mañana y ahorrarme disgustos y golpes.

Tomé la primera bandeja y fui a la habitación del conde. Respiré hondo antes de tocar con cautela.

—Señor padre, su desayuno está listo —dije en voz que no fuera tan alta

—Pasad de una vez! —dijo molesto —ya es de día, que te retuvo tanto entre las sábanas!

—Lo siento mi señor, la leña estaba muy verde, costó mucho tomara la temperatura adecuada.

—Sirve primero a tus hermanos, hoy tenemos que salir a tiempo, muévete a prisa —dijo y me hizo seña de que apretara el ritmo de mis pasos.

Lleve sus bandejas a mis hermanos tres jóvenes de quince, trece y once años que, pese a su corta edad, mostraban el mismo desprecio por las mujeres que mi padre. Demandando según sus caprichos todo lo que se le ocurría como si yo más que hermana mayor fuera su sirvienta. Sin el más leve gesto de respeto, mucho menos cariño por quien cambio sus pañales, les enseño a caminar, comer, leer y hasta bañarse solos. No había ningún gesto de gratitud en sus actos.

Todo era pedir y que corriera a complacerlos. Hasta se divertían cuando estaban aburridos en meterme en problemas por la sola diversión de ver como el conde se desquitaba conmigo.

Llevé primero la bandeja al mayor Henry, quien últimamente vivía empeñado en ver alguna parte de mi piel expuesta. Como si el demonio más depravado se le hubiera metido en el cuerpo. La sola idea de verlo mirarme de esa manera causaba nauseas difíciles de controlar.

Luego llevé las bandejas de Thomas y Charles, para mi fortuna todavía no estaban tentados por el demonio y solo se limitaban a travesuras.

Luego fue el turno de mis hermanas, la primera que no debía esperar era Elizabeth, con veintitrés años era la encarnación de la mojigatería que ocultaba su más profunda lujuria por cuanto hombre apuesto veía.

Ponía de mal humor al conde, de tanto que hostigaba por que se le buscara esposo y no tenerlo todavía. Me culpaba a mí que, por no estar casada, seguro los buenos partidos de la ciudad consideraban a las mujeres de la familia como indignas de fijarse en ellas; pues la hermana mayor era una solterona empedernida. Que vaya a saber por qué tortuoso motivo, no tendría pretendientes por más fea y desgarbada que fuera.

Me culpaba a diario de todas sus desdichas, así que me apresure a llegar con su bandeja.

—Por fin llegas pasa seca, si llego tarde a mi clase de piano le diré a mi padre — dijo Elizabeth

Me di vuelta sin contestar y fui por las bandejas de Helena y Ana que cuando no estaban bajo su influencia, por lo menos se comportaban como gente civilizada.

Helena era de todas la más estilizada, debido a su amor por la moda y cuanto accesorio pedía al conde, pero de carácter frívolo. Y Ana la menor de todas era la más hermosa, idéntica a nuestra madre que murió por complicaciones del parto al dar a luz a su último hijo.

Su carácter era afable, y alegre a pesar de que el conde rehuía a mirarla mucho por no evocar la nostalgia del pasado. A veces hasta con esos detalles parecía que el conde tenía algo de corazón.

Tenía hambre, pero debía esperar a que todos terminasen, retirar las bandejas y recién en ese momento llevar bocado a mis dientes ansiosos por morder los panecillos.

Mientras esperamos en la cocina.

—Todavía no se ha presentado la oportunidad mi lady, pero toda mujer la tiene en algún momento— Nana se refería a lo del matrimonio.

—Ya pasé la edad de casarme querida Nana, tampoco me haría feliz que el conde por deshacerse de mi me entregara a un viejo decrépito. Prefiero esta servidumbre. Al menos puedo quedarme con mis textos. Y vivir a través de los versos, es más seguro —dije mientras tomaba su rechoncha mano, que pese a su tosquedad me tocó con cariño desde pequeña.

Después que hube retirado las bandejas y el conde partió apresurado con sus tres hijos predilectos. Por fin me puse a desayunar. Todavía estaba masticando cuando Elizabeth irrumpe en la cocina.

—¡Necesito que vengas a tensar mi corsé, apresúrate! — demandó sin ninguna consideración de que era mi derecho alimentarme.

—Puedes pedir ayuda a tus hermanas menores, estoy comiendo — dije en tono tranquilo

—Con lo obesa que estas todavía comes!, si luces como puerca jamás pedirán tu mano. Claro si es que alguien es lo suficientemente ciego para no notar el resto de tu falta de encanto — dijo como una cobra que lanza a toda velocidad su veneno.

—Yo puedo ayudar mi Lady, dejad que vuestra hermana descanse un poco, tenemos mucho trabajo para la recepción de esta tarde y de seguro vendrán varones solteros. Imaginad que podrías conocer a quien será vuestro futuro marido. Todo debe quedar impecable — dijo Nana tratando de contener la furia de la Lady mojigata.

—Parece que se te olvida que tu aquí eres servidumbre, y no tienes mi intelecto como para engañarme y tratar de estar siempre a favor de esta albóndiga que no hace sino tragar —dijo Elizabeth y cambio la cara de virgen fría por la de demonia que pegaba más con sus pensamientos.

—Está bien Nana, no hagamos de esto un motivo para que el conde luego este desahogándose con su bastón en mi espalda —y fui tras ella para ayudarle a adornarse como princesa virgen con rostro de pureza e inocencia.

En cuanto estuvimos en su cuarto no hacia sino regodearse cual vestido elegir, que joyas habría de usar y el maquillaje y los perfumes y cuanto accesorio podía ponerse para llamar la atención.

Para cuando terminé de arreglar a mis hermanas ya era media mañana y tragué rápido lo que pude, porque nos quedaba con Nana toda la limpieza y ni habíamos empezado con los adornos y preparativos de la tarde que de seguro era para comprometer a alguno de mis hermanos.

Yo no tenía idea de que se trataba, porque el conde solo hablaba con sus hijos varones a puerta cerrada.

El último trenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora