Banquete de compromisos Parte 2

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Siempre se me impuso y educó a que ningún rastro de piel debe quedar expuesta a los ojos de los hombres

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Siempre se me impuso y educó a que ningún rastro de piel debe quedar expuesta a los ojos de los hombres. No si eras una mujer temerosa de dios y digna de ser algún día considerada como esposa y futura madre.

Pero veía a mis hermanas apretar tanto el corsé para elevar sus senos, que no entendía como el conde no se escandalizaba.

Por mi parte no tenía problema por seguir sus dictámenes, pero al trabajar tanto el exceso de ropa me ahogaba y algo tan sesillo como ir a desahogas mis necesidades básicas, se transformaba en un trámite demasiado largo para la paciencia del conde.

—Donde está esa holgazana que todavía veo que faltan cosas sobre la mesa del banquete! —dijo gritando el conde

—Mi Lord, ella está en un lugar un poco privado, vendrá de inmediato mientras yo vigilo que no se queme la carne — dijo Nana

—Qué lugar dijisteis? —dijo arrugando su cara

—La letrina mi Lord — dijo susurrando. Entonces el conde puso cara de asco.

Tras terminar todo mi cuerpo estaba empapado en sudor bajo las montañas de telas que me cubrían, hasta mi cabello se sentía húmedo por la gorra de tela áspera que debía cubrir todo ni cabello.

Pero el salón lucía majestuoso y con Nana nos sentíamos orgullosas de nuestra obra.

Entonces nos relegamos a la cocina porque estaban llegando los invitados. Y de lejos tratábamos de ver quienes serian, nos embargaba la curiosidad.

Entonces dijeron a viva voz mientras los invitados entraban.

—Mi Lord Francis Seymour y mi lady Victoria Seymour, en compañía de sus hijos y herederos

Eran tres jóvenes de aspecto muy atractivo y de seguro se harían acuerdos para emparentar a mis tres hermanas con esos mozuelos. Las edades estaban según su aspecto bien parejas y la unión era conveniente para ambas familias.

Luego se anunció a otra pareja.

—Mi Lord Kevin Lennox y mi Lady Lennox.

Ellos venían solos, pues de seguro eran los padres de las jóvenes que se casarían con mis hermanos y seguro eran apenas niñas para estar en este banquete. Además de que su opinión no contaba en absoluto en la resolución de este asunto del compromiso.

Si acaso mis hermanos podían solicitar que el conde no eligiera una que fuera fea.

Elizabeth no dada más de la felicidad en el banquete y se adornó como si fuera la dueña del castillo. Coqueteaba a los tres pretendientes por igual, le daba lo mismo quien aceptara y mis otras hermanas se encontraban sonrojadas por la osadía de la hermana mayor.

Era impúdico que una joven honesta se mostrara tan abiertamente interesada en desposarse, pero el conde le consentía todo, hasta su falta de respeto por las normas mínimas de la moral.

Finalmente oímos como brindaban y acordaron comprometer a mis tres hermanas con los tres jóvenes según sus órdenes de nacimiento.

Elizabeth y Helena estaban felices con el acuerdo, pero Ana se veía seria. Pues a pesar de ser la más hermosa de todas, su prometido la miraba con indiferencia. No entendía porque, ya que él era más bien corriente en cuanto a sus facciones y tampoco tenía una figura tan viril para ostentar orgullo, ni mucho menos el garbo.

Luego brindaron por el compromiso de mis tres hermanos varones con sus futuras esposas, de las cuales la mayor todavía no cumplía los diez años.

El conde como nunca se veía sonreír. De un solo banquete, aseguro el porvenir y la descendencia para perpetuar su apellido. Todos sus hijos estaban comprometidos. Claro que yo no encajaba en esa categoría.

Y nos entreteníamos en escuchar la música que alegre tocaban, mirar como bailaban las parejas en el salón.

Veía a lo lejos el gran cuadro que pintaron para perpetuar la imagen de mi madre. Y me preguntaba donde estaría ella, si acaso era verdad la vida después de la muerte y si sería feliz, si estaría en paz su alma. Si se alegraría de que por parte de mis hermanos y hermanas tendría muchos nietos.

Lo único incómodo de todo esto era que al estar comprometidas mis hermanas, tendríamos más trabajo con Nana y los demás sirvientes.

Cada día los pretendientes vendrían a la casa a visitar a sus futuras novias, lo que implicaba exagerar al repasar la limpieza, preparar dulces y bocadillos extras además de las comidas y todo el trabajo de dejarlas a las tres vestidas como reinas, que no era dificultosa la tarea sino aguatar el carácter histérico de las dos mayores.

Y ni hablar de preparar una fiesta de compromiso. Tan solo este banquete pequeño nos hizo correr toda la tarde.

Ya era muy tarde y recién los invitados se comenzaban a retirar, con Nana nos habíamos quedado dormidas sentadas esperando a que terminasen.

No daba más del dolor de las plantas de mis pies, y tras un par de horas teníamos retirada la comida y limpio todo.

Caí rendida en mi cama, ni alcancé a quitarme la ropa antes de cerrar los ojos.

De pronto me despierto del horror de sentir un seco golpe sobre mi columna.

—Pero que hacéis desgraciada!, durmiendo y dejando las áreas comunes como una pocilga. Acaso es tu deseo desgraciar el compromiso de tus hermanas y hermanos; ¡dejando que los pretendientes piensen que vivimos en un vertedero! — y me golpeaba tan duro con su bastón que pensé que rompería algún hueso. No había lugar donde no callera con furia el bastón, que injustamente me daba como regalo de puro dolor, en el día de mi cumpleaños. Y como pago a mis incansables trabajos de sirvienta, siendo que yo como hija mayor, merecía, aunque fuera la más mínima consideración.

Sentía la sangre correr bajo mis ropas y no podía levantarme del dolor. Mis gritos de terror despertaron a los sirvientes y a Nana quienes trataron de calmar al conde, antes de que me matase a golpes. No entendía el porqué de tanto odio, y debía ser demasiado, porque pese a toda la cantidad de ropa que tenía para cubrirme, no sirvió de nada para formar un escudo tejido que al menos me protegiera de su odio más profundo.

No sé si fue mi dolor, o si fuere acaso el trato; pero aquella injusticia que viví al parecer colmaría el vaso de lo que la vida o el destino podía permitir a este hombre que decía haberme engendrado.

Porque a partir de ese día, la desgracia y la muerte se apoderaron del castillo del conde West.

La pobre Nana y los demás sirvientes corrieron a terminar de limpiar lo que yo no podía. Dado que me era imposible levantarme y me amanecí gimiendo de dolor. Sin que el conde se dignase a llamar un médico, porque yo no valía el gasto.

No entendía tanto odio, por el solo hecho de que mi belleza no fuera comparable a mis hermanas.

Salvo que nos viese como mercancía y que según ese criterio yo le significaba pérdidas económicas.

El último trenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora