Dado que la situación era insostenible en la ciudad, el Conde tomó a Elizabeth y a mí para llevarnos a otro país. Esperando que la peste terminara para poder volver.
Yo no podía más con la pena de separarme de la única persona que reconfortaba mi corazón. Y ella por su parte sentía que perdía una hija. Nana quedó al frente del Castillo, haciendo cumplir las órdenes del Conde mandando a los sirvientes a mantener el lugar en forma para cuando volviéramos.
Cómo era de esperarse. Elizabeth viajaba con toda su mejor ropa, sus joyas, perfumes y todo lo de valor que tenía.
Mi equipaje fue escaso, pues siempre me ponía la misma ropa que cubría hasta el último centímetro de mi cuerpo. Y nos fuimos en dos carruajes, uno para que nos llevara a nosotros y el otro para los baúles.
Para abordar un barco, que trasladaría pocas personas, bien examinadas antes de entrar. El tiempo de viaje se me hacía agotador y eterno. Sobre todo, porque lo poco que hablaba el Conde lo hacía con mi hermana.
Ya que ni siquiera me dirigió la palabra. Hasta en ese barco, era la encargada de satisfacer todas sus necesidades, lavar sus ropas y hacer de sirvienta. Pero por lo menos tuve acceso a mis libros, y me quedaba absorta por horas mientras los leía. No tenía idea dónde nos dirigíamos ni él por qué.
Si tan solo hubiese osado preguntarle al Conde, de seguro la única respuesta hubiese sido una gran bofetada. Y ahora que no tenía a Nana, no tendría quién me curase en caso de una paliza. Y eso me provocaba aún más temor.
Llegamos a ese país extraño, y nos acomodamos en una elegante casa. Todos nos quedan mirando asombrados, era un lugar de muchas casas bonitas, pero creo que ninguno de nuestros vecinos tenía títulos de nobleza. Razón por la cual, fuimos una novedad al llegar.
Entonces acomodé todas las cosas de Elizabeth en su cuarto. Y las cosas del Conde en el suyo. Me apresuraron para que preparara algo para comer, pero la casa si bien estaba limpia no tenía nada comestible.
Tuve que pedir dinero al Conde y correr hasta algún lugar en dónde vendieran alimentos. Tanto el Conde como yo, éramos los únicos que guardábamos los lutos; ya que Elizabeth se vestía como siempre, con toda su elegancia y sus joyas. Como si no le importase lo más mínimo el haber perdido a casi la totalidad de sus hermanos.
Lo que no entendía, es porque el Conde le permitía tanto. Al fin y al cabo, había muerto sus tres esperanzas masculinas de perpetuar su apellido.
Entonces volví a prisa, para preparar la cena lo más rápido que pude. Y acomodé toda la vajilla en la mesa con dos puestos, uno para el Conde y el otro para el Elizabeth.
Ni siquiera pregunté si podía poner uno para mí, era más que obvio que mi lugar para comer era la cocina. Una vez les hube servido me fui a comer sola a aquel lugar. Extrañaba mucho las conversaciones con mi Nana, junto con ella no existía el cansancio, sus frases alegres y sus abrazos rechonchos reconfortaban mi corazón.
Pero ahora si bien esta casa era muy bonita, estaba completamente sola. Cuando el Conde y Elizabeth se fueron a acostar, aproveché de calentar agua y poder tomar un baño de tina en mi habitación. La cual era más grande y cómoda de lo que tenía en el castillo, pero se sentía desoladora. Mientras el agua calentada y llevaba cubetas de agua hasta mi habitación, pensaba que sería de mi vida.
Aquí después de perder tantos hermanos el trabajo disminuyó mucho, pero pasar el resto de mi vida sin que me dirijan la palabra daba una sensación más atemorizante. Me preguntaba si el Conde contrataría más gente, o solo me encargaría yo.
Ni siquiera me atreví a preguntarle, apenas le solicitaba temblando el dinero para comprar la comida.
A veces pensaba que su odio se debía a que fue obligado a casarse muy joven. Su padre era mayor, y tras muchos años de intento, logró tenerlo a él en la vejez y a un hermano mayor.
A quién fue mi abuelo nunca lo pude conocer y a mi tío tampoco, ya que murió joven. El Conde se casó a los quince, y de inmediato me engendraron a mí.
Quizás me ha culpado de no poder disfrutar de su juventud, y tener que tomar a tan corta edad, las responsabilidades no solo de llevar el título, sino que, además, tener esposa y preocuparse por buscar un heredero hombre.
Ahora que sus herederos varones estaban muertos, no me imaginaba el odio que debía sentir contra mí. Toda su vida de esfuerzo, destruida por la peste. Y yo, la más desdichada de sus hijos, lo más insignificante, y quién no le ha aportado absolutamente nada a su legado seguía viva.
Su única carta a jugar, era Elizabeth, con el marido de ella podría pactar que al menos uno de los niños conservara su apellido. A veces se recurría a eso, para que las familias, no perdieran la continuidad de su nombre. Según sabía.
Pero quien a mi edad lograría pensar siquiera que fuera su esposa, sí con treinta años era considerada una mujer vieja y seca. Imposible engendrar un heredero sí hasta a las más jóvenes les costaba.
Supe entonces que mi vida de martirio soportando el odio del Conde recién comenzaba.
Me quité mi ropa para poder bañarme, y refrescarme un poco de tanto agotamiento y calor, sumergiéndome por completo en la tina. Al menos el agua tibia me relajaba, y después de tanta desgracia podría dormir mejor.
De pronto siento unos pasos afuera de mi habitación, y sin tocar siquiera, abre la puerta y entra. El Conde se me queda viendo mientras yo me encontraba en la bañera. Fue el momento más vergonzoso de toda mi vida, estaba sin ropa sumergido en el agua y el Conde se me queda viendo. No podía entender porque no apartaba la vista del cuerpo de su hija.
Sí bien me consideraba y me trataba como una sirvienta, yo era sangre de su sangre. La forma en que me miraba, era pecaminosa. Aún sin saber nada de las cosas íntimas entre un hombre y una mujer, Nana me había enseñado que tenía que cuidarme de los hombres que me miraban de esa forma.
Siempre estuvo atenta, de transmitirme al menos lo mínimo que debía saber de lo que estaba bien y mal hacer entre un hombre y una mujer que no son esposos. Y en más de una ocasión, me mostró con ejemplo, cómo es que miran los hombres cuando sienten deseos de tocar el cuerpo desnudo de una mujer.
Me cubrí con mis brazos como pude para taparme lo mejor posible.
— no sabes acaso que una mujer decente jamás se baña sin tener nada puesto? — me grito el Conde, levantó su bastón para golpearme, y yo me encogí en la bañera, tratando de cubrir lo más que pude con mis antebrazos mi cara esperando las descargas de odio. Pero por alguna razón se contuvo.
— vístete de inmediato y duérmete!, mañana saldremos los tres — dijo no sin antes dejarme fulminada con sus ojos y cerró de un portazo
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El último tren
Lupi mannariKate West es la hija mayor del conde Thomas West, hombre cruel y machista que obligó a parir siete hijos a su mujer hasta tener herederos varones que perpetúen su apellido. Las cuatro primeras fueron mujeres y los tres últimos varones. Pero tras la...