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«Apestas.» ¡Sasuke le había dicho que apestaba!

Hinata se hundió más en la bañera, hasta que el agua le rozó las orejas. Aún las tenía rojas de vergüenza y seguía oyendo las risas de los guerreros cuando la vieron irse del patio de armas como un conejo asustado.

Sasuke la había humillado. No sólo con palabras, sino también con su comportamiento. La había hecho quedar como una inepta y ella había cometido el pecado mortal de distraerse en medio de un entrenamiento.

Hinata sabía perfectamente que no era ninguna idiota. Tenía mucha práctica manejando la espada y, sin embargo, en cuanto notó la presencia de Sasuke perdió la capacidad de razonar y se convirtió en una idiota tartamuda que jugaba a cosas de hombres. Estaba tan furiosa consigo misma que apenas podía contenerse.

Alguien llamó a la puerta. Ella frunció el cejo y se hundió tanto en el agua que sólo se le veían la nariz y los ojos. Segundos más tarde, se abrió la puerta y Hoshi asomó la cabeza.

—Ah, estás aquí, niña. Sasuke ha pensado que quizá necesites ayuda. Quiere que bajes a desayunar dentro de media hora.

—Conque eso quiere, ¿eh? —masculló Hinata.

—Deja que te ayude a lavarte el pelo. Tenemos que darnos prisa si queremos que esté seco en tan poco tiempo. Tienes la melena muy larga y espesa, es tan bonita como el anochecer en un lago.

Los halagos de la mujer la animaron un poco. Hinata sabía que, a diferencia de Izumi, no era ninguna belleza. Ella era... Bueno, fuera lo que fuese, era en parte culpa suya. De pequeña habría podido intentar ser más femenina.

Ahora su cuerpo había perdido la suavidad de la juventud y tenía músculos que ninguna dama debería tener. Tenía los brazos firmes, la cintura estrecha, muslos definidos y caderas anchas. A decir verdad, no las tenía estrechas.

La única parte de su anatomía que era femenina eran los pechos y ella los odiaba. Sencillamente, ella sentía que no encajaban con el resto de su cuerpo.

Y por eso se los vendaba, para que no la molestasen ni llamasen la atención de los demás.

En una de las pocas ocasiones en que su padre había insistido en que se vistiese como una mujer, cuando los Hyuga recibieron a unos invitados importantes, se vio obligada a arreglar uno de los vestidos de su madre porque los corpiños le quedaban demasiado apretados. Al final, sus pechos quedaron confinados dentro de la prenda, tirando de ella hasta límites insoportables, y los hombres presentes en aquella cena se pasaron la noche mirándole el escote y comportándose como unos idiotas.

Los hombres eran unas criaturas ridículas. Veían un par de pechos y perdían el cerebro.

Y había uno que a Hinata le daba más miedo que cualquier otro, así que mientras él siguiese creyendo que ella poseía el cuerpo de un chico, no le llamaría la atención y no tendría de qué preocuparse.

—Y bien, niña, ¿vas a pasarte todo el día en la bañera con el agua fría o vas a dejar que te enjabone el pelo y te ayude a prepararte para ir abajo?

Hinata salió de su ensimismamiento y asintió. Hoshi fue a por un cubo de madera que había en el alféizar de la ventana y le indicó que se incorporase y se echase un poquito hacia adelante.

—Vaya, vaya, ¿dónde las tenías escondidas? —le preguntó la mujer, sorprendida, en cuanto el torso de ella sobresalió del agua.

Hinata bajó la vista y vio que le estaba mirando los pechos. Se le habían salido del agua y tuvo que apretárselos con el brazo para bajarlos.

—Estoy maldita —masculló.

—¡Oh, Dios, qué vas a estar maldita! Cualquier doncella mataría por tener unos pechos como los tuyos. ¿Ya los ha visto tu esposo?

Princesa GuerreraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora