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Narra Baby
Estaba asustada. Nerviosa. Pero también emocionada y al borde de la excitación. Tal vez me había excedido en demasía en mis actos. Tal vez lo había llevado hasta rozar el límite. Cualquier mujer sensata no lo habría hecho. Pero yo había querido averiguar lo que ocurriría si me atrevía a desobedecer... si me atrevía a coquetear con otro hombre delante de sus narices. Y estaba a punto de saberlo. La puerta de la habitación se abrió y se cerró casi simultáneamente. La corriente de aire fría golpeó mi piel, poniéndomela, si es que era posible, aún más de gallina. Aguardé en silencio y rígida como un poste, sin siquiera atreverme a respirar demasiado. Le oí caminar de un lado a otro y, a juzgar por los tintineos y los chasquidos, supe que estaba escogiendo las... herramientas de la sesión. Mucho metal. Temblé de forma imperceptible. Odiaba el metal. Tan frío y duro. Tan restrictivo y doloroso. Prefería el cuero o la tela mil veces. Pero, obviamente, no iba a darme aquello que más me gustaba. No. Iba a castigarme. Y por eso estaba decantándose por el metal. Le escuché dejarlo todo encima de una superficie de madera.
El escritorio pensé.
Y acto seguido le oí sentarse en el sillón de cuero negro que se hallaba a unos pocos metros detrás de mí. Un sepulcral silencio se cernió sobre mí, poniéndome tremendamente de los nervios. Detestaba cuando hacía aquello. No hablar. Dejar que yo solita me fustigara mentalmente. Que me volviera loca a base de montarme películas en la cabeza. Que me desgastara en pensar en lo que él iba a hacerme o decirme. Era un juego psicológico que yo ya debería tener más que superado pero, por alguna razón, no podía. Y él lo sabía. Lo sabía muy bien. Estaba a punto de desesperarme cuando decidió poner fin al silencio.
-¿Disfrutas excitando a los hombres, Baby? -me preguntó.
Sólo con oír su voz, tan masculina, tan ruda... comencé a mojar las bragas.
-No -negué en un murmullo.
-No te oigo.
-No -repetí más alto, teniendo que carraspear para lograrlo.
-No, ¿qué?
-No, señor -corregí, consciente de que cada vez empeoraba aún más mi situación.
Era mi obligación tratarle de señor cuando estábamos... jugando. Era una de las reglas. Y si no cumplía las reglas, había castigos. Y él, mi señor, siempre me castigaba. Jamás me había perdonado ni una falta. Nunca. Así de exigente y de controlador era. Y eso me gustaba. Mucho. Muchísimo. Yo necesitaba eso. Un hombre estricto y rígido hasta la médula. Un hombre que me controlara sobremanera para que así yo pudiera aprender a controlarme a mí misma. Por eso funcionábamos tan bien. Por eso yo resistía cualquier cosa que él me hiciera cuando ninguna otra lo hubiera hecho. Era la base de nuestra relación. Y ambos lo sabíamos.
