Tal y como había prometido, esa misma tarde me presenté en la finca de Eastwood. Bueno, ahora de los Eastwood.
Conduje la camioneta renqueante de mi padre hasta aparcarla en la curva que ladeaba las rectangular nave de los establos, mirando enrededor para ver si localizaba a cualquiera de los dos hombres.
No estaban presentes. Aparqué, quité el contacto y salí del oxidado vehículo, cerrando la puerta con mucha fuerza porque de lo contrario no encajaría.
—Un poco más y adiós cristal.
Me volteé con rapidez al mismo tiempo que reboté al oir una voz a mis espaldas. Me llevé una mano al pecho.
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—Dios, me has dado un buen susto —jadeé, mirando cómo Scott empezaba a reirse ligeramente.
—Lo siento, Baby, no era mi intención —levantó ambas manos.
—No pasa nada —sonreí, apuntando a la fuegoneta sin girarme—. La puerta está abollada y si no le pegas un buen castañazo no cierra bien.
—Podría arreglarla —me dijo, caminando hacia el automóvil.
Llevaba unos vaqueros azules, una camiseta gris clara y unas botas beis de vaquero muy sexies. La camiseta dejaba a la vista sus tonificados bíceps y además se ajustaba un poco a su pecho, lo que permitía delimitar las líneas de su trabajado cuerpo. Madre mía.
—No, no te preocupes, seguro que a mi padre se le ocurre algo —empecé a decir antes de que me cortaran de nuevo.
—Ese viejo diablo sólo sabe copiarme, intentando superarme vanamente.
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Scott y yo nos giramos, él algo tenso pero yo con una enorme sonrisa pintada en la cara. Amaba a Clint. Era un auténtico borde pero me desternillaba con sus bromas, su forma de hablar e incluso con las expresiones de su rostro.
Era un hombre demasiado guay para ser cierto. Lo consideraba como un tío.
—Oh, veo que a alguien le ha afectado la perfecta valla que han puesto en la granja de los Connor —me pavoneé, haciéndolo sonreir apenas.