17. Fiesta Para Dos / Pt.2

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Cuando Diego mencionó el otro día que me llevaría a su lugar favorito algún día, no imaginé que ese día fuera hoy

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Cuando Diego mencionó el otro día que me llevaría a su lugar favorito algún día, no imaginé que ese día fuera hoy. Ni que dicho lugar pareciera sacado de una postal o un cuadro colgado en una galería de arte.

El parque de los girasoles, como él lo llama, estaba en un pueblo pequeño llamado San Miguel. Resulta que Claudia nació en este lugar y junto con su mejor amiga compraron una casa en la colina a las afueras del pueblo. Esa colina es la que ahora Diego llama el parque de los girasoles.

Nunca imaginé que un lugar como este existiera fuera de todas las fotos que encuentro en internet, pero estoy aquí parado viendo el sol en su punto y la sombra de un gran roble dibujándose bajo mis pies.

En vez de que hubiera una cerca de madera marcando el pequeño jardín sobre la colina, eran los girasoles los que delimitaban el terreno. Había un pequeño camino de piedras y un espacio de césped, todo lo demás eran girasoles hermosos.

—Wao — exclamé, como por quinta vez en los 10 minutos que llevábamos aquí parados.

Diego se rió y tomó mi mano libre entre las suyas para llevarme hacia el gran árbol delante de nosotros. Se sentó bajo él, recargando su espalda en el tronco y tiró de mi mano, invitándome a sentarme a su lado. Así lo hice.

Mi mirada aún viajaba por todo el lugar. Quería ver y recordar absolutamente todo de este lugar, porque me transmitía una paz increíble. Además de que los girasoles me recordaban demasiado a Hanna, ella los amaba. Una de las paredes de su habitación tenía pintado un campo con girasoles y tenía un par de ellos plantados en el jardín trasero de su casa, Iván aún iba a cuidar de ellos. Estaba seguro de que un lugar como este la haría feliz.

—¿Estás bien? — preguntó Diego.

—Sí, ¿por qué preguntas?

—Tus ojos están húmedos. Estás casi llorando — avisó, pasando sus manos por mi cara.

Parpadee un par de segundos para ahuyentar las lagrimas que ni siquiera me había fijado que estaban saliendo.

Debía dejar de hacer esto. No podía seguir llorando cada que algo me recordara a Hanna. Mis amigos lo habían superado, yo también debía hacerlo.

Además no podía arruinar este día, así que me encargué de desaparecer cualquier rastro de lagrimas de mis ojos y retiré las manos de Diego de mi rostro para poder sacar las cosas de la canasta.

—Sabes que puedes hablar conmigo, ¿no? — inquiere.

— Sí, pero ahora mismo preferiría comer contigo — dije mostrando el interior de la canasta.

Diego sonrió y me ayudó a acomodar todo sobre la manta. Por cada cosa que sacaba él exclamaba un "¡¿Cómo supiste?!", como si no llevara todos los días una bolsa de frutos secos, o en cada llamada que hacemos esté comiendo chocolates, o que cuando bajamos a Juliet's pide una madalena con un jugo de frutos rojos.

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