Prólogo

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Los párpados le pesaban como si no fueran piel sino dos trozos de metal, calientes y dolorosos. Respiró hondo mientras su conciencia terminaba de despertar y se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Pudo sentir un potente olor a alcohol, y a sus oídos llegó el alegre canto de un pájaro, al que luego se le sumaron otros, formando un coro melodioso y distante. Quiso moverse pero no pudo levantar los brazos, y el miedo hizo que venciera la resistencia de los candentes metales, que al fin se abrieron.

Estaba en una habitación blanca e impecable, sobre una cama y con los brazos sujetos firmemente a los costados. Una manta azul, gruesa y calurosa, cubría su cuerpo casi hasta el cuello. Miró a su alrededor, intentando buscar ayuda, o por lo menos alguien que le dijera qué ocurría; pero en ese lugar no había nadie. Los pájaros se callaron de golpe, y lo único que quedó a su alrededor fue un silencio cargado de amenaza.

A los pies de la cama vio una puerta sencilla que apenas se distinguía del color de las paredes; estaba cerrada y no lucía amenazante. Pero no se atrevió a gritar pidiendo ayuda, porque no sabía qué podía entrar por ahí; con los brazos atrapados, no iba a ser capaz de defenderse.

El corazón le latía fuerte, como si una tropilla de caballos salvajes le pasaran sobre el pecho, pero se obligó a concentrarse. Recorrió con la vista la habitación desnuda. Allí no había adornos, ni cuadros, ni un atisbo de color más que el blanco y el azul de su manta.

Una luz entraba por encima de su cabeza; había una ventana pequeña, desde la que se veía un retazo de cielo celeste y sin nubes, tan pulcro y uniforme como todo lo que había en la habitación. Se quedó mirando los barrotes que atravesaban la ventana: aquello parecía una cárcel. Los pájaros que había sentido cantar estaban afuera, libres.

«¿Dónde estoy?», pensó. No recordaba nada y, por más que hurgó en su mente, no le vino ni su propio nombre.

De pronto, la puerta se abrió con un chasquido metálico: dos mujeres vestidas de blanco entraron, conversando y riéndose entre ellas.

—¡Buenos días, Verónica! —le dijo una de las mujeres—. ¿Cómo te sientes hoy?

«¿Me llamo Verónica?», se preguntó la chica, pero no les respondió.

—Está igual que ayer —comentó la segunda mujer—. Hay que avisarle al doctor.

«¿Doctor? ¿Qué doctor?», pensó Verónica. Su preocupación fue más grande que su miedo, y preguntó:

—¿Estoy enferma...?

—¡Al fin! —exclamó una de las mujeres—. Parece que reaccionó.

—Voy a avisarle al doctor. Pero primero te ayudaré a desatarla, por las dudas de que se descontrole.

«¿Que me descontrole? ¿De qué hablan?», pensó Verónica, cada vez más confundida.

—Vamos, linda —le dijeron, por fin—. Necesitas un baño con urgencia.

Verónica se sentía molesta: la manta que la cubría la había hecho transpirar demasiado; la ropa se le había pegado al cuerpo, y aparte tenía un detalle vergonzoso: le habían puesto un pañal para adultos, que estaba pesado por la cantidad de orina que se le había acumulado.

«¡¿Pero qué es esto?!», pensó, asqueada. Tal vez en su cara se reflejó la repulsión que le dio sentir el olor de ese pañal, aún más potente que el alcohol, porque una de las mujeres le dijo:

—No te preocupes, querida. Solo te lo pusimos porque estabas muy dormida. Ahora te darás un buen baño y quedarás como nueva.

—¿En serio? —respondió la chica—. Porque es asqueroso...

—Lo sabemos, Verónica, pero peor sería que mojaras la cama, ¿no?

Las dos mujeres se rieron, y en el rostro de Verónica se dibujó una mueca de fastidio. Pero decidió mantenerse en silencio: aún no estaba segura de poder confiar en ellas.

—¡Ah, por cierto! —le dijo la que había hablado primero—. Somos tus enfermeras. Si necesitas algo, nos avisas y podremos ayudarte...

—¿Enfermeras? —preguntó Verónica, sorprendida. Tal vez sí estaba enferma, después de todo—. Pero..., ¿dónde estoy?

—Estás internada en una clínica, querida. Tu psiquiatra va a hablar contigo más tarde.

La mención de las palabras "clínica" y "psiquiatra" hizo estallar en Verónica un chispazo de memoria: le pareció ver objetos rotos tirados en el suelo, y oyó una voz que gritaba «¡No le hagan daño! ¡No fue su culpa!». También vio mucha sangre. Gritó, asustada, y las enfermeras, que ya habían empezado a levantarla de la cama, le dieron un empujón que la hizo perder el equilibrio y volver a caer sobre el colchón. Luego se apresuraron a sujetar sus manos otra vez.

Mientras tiraba patadas al aire, tratando de zafarse, Verónica sintió un pinchazo, y después todo a su alrededor se volvió negro. Pronto se olvidó de por qué luchaba, y la negrura la abrazó.

«¡Debes estar tranquila, Verónica! Si no te controlas delante de esta gente, jamás te dejarán salir de aquí», le dijo una voz dentro de su cabeza.

Una voz que no era la suya, pero una voz conocida, al fin.

Mente traicioneraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora