Capítulo 8- Miedo

40 9 0
                                    

Blanca parecía un pequeño y escurridizo ratón, escondida en uno de los pasillos de la clínica, esperando a Verónica para emboscarla. No sabía el motivo, pero su amiga se había olvidado de ella e intentaba huir si la veía. Con la esperanza de que volviera a recordarla, había ideado ese plan, y cuando la atrapaba caminaba a su lado aunque no se sintiera bienvenida:

—¿Vamos a jugar ajedrez, Vero? —la invitó luego de sorprenderla al saltar de la nada ante ella.

—No sé jugar. —Verónica demoró unos segundos en responder, y luego de mirar al vacío, observó a Blanca con disgusto—. Déjame sola.

Blanca era una muchacha inteligente y, a pesar de que había sufrido un episodio de depresión, ya se encontraba mucho mejor. Pero se entristeció por el retroceso de su amiga. Un día, en su cita con el psiquiatra, no pudo refrenar su angustia:

—Vero está peor, doctor —le dijo, mientras trataba de secarse las lágrimas con las mangas de su suéter—. Se olvidó de mí...

—Blanca... —El doctor le alcanzó la caja de pañuelos desechables, mientras le explicaba la situación—, lo que le pasó a Verónica no tiene nada que ver contigo. ¡No vayas a tomarlo como algo personal, por favor!

—Pero, ¿qué le pasa?

El médico negó con la cabeza:

—Eso es secreto entre paciente y terapeuta, pero no es la primera vez que le ocurre. Tal vez tú puedas ayudarla...

—Está bien —respondió la chica, esperanzada—. ¿Qué puedo hacer por ella?

—Sigue a su lado y no la abandones. Aunque no lo recuerde ahora, Verónica te quiere mucho.

Cuando el psiquiatra se quedó solo, volvió a tomar la ficha médica de Verónica. Era inútil luchar contra esa alucinación que volvía una y otra vez a controlarla. En el estado en el que se encontraba, él no podía autorizar que se reuniera con su pareja.

                                                                         ***

Las esperanzas de Marcos se deshicieron cuando se enteró del retroceso de Verónica. Desesperado, volvió a la clínica sin cita previa. Tenía que hablar con el psiquiatra, como fuera.

Se coló en el horario de visitas, escondiéndose de los guardias de seguridad entre los familiares que ingresaban. Después se separó del grupo y se fue por otro pasillo, que llevaba directo al consultorio del médico. Iba a golpear a su puerta y rogarle, si era necesario, que lo dejara ver a su pareja.

Cuando llegó al consultorio dio unos golpes insistentes a la puerta, hasta que el psiquiatra, sorprendido por el ruido, le abrió. Después de verlo, el médico le gritó, espantado:

—¡¿Qué está haciendo?! ¡Salga de aquí! ¡Seguridad! ¡Hay un intruso!

Marcos se quedó inmóvil por la impresión, hasta que vio, detrás del psiquiatra, el rostro de Verónica que lo observaba, asombrada, y se dio cuenta de su error: había llegado justo a la hora de su sesión de terapia.

El psiquiatra intentó cerrar la puerta, pero Verónica se abrió paso y salió al pasillo. Miró a Marcos de pies a cabeza y, para asombro de los dos hombres, exclamó:

—¡Alter...!

Verónica sabía que Alter estaba con ella, porque no se le había despegado en toda la sesión de terapia; pero esa persona que estaba en el pasillo era su viva imagen. Confundida, se dio media vuelta para ver a la alucinación, y se horrorizó: el cuello y el pecho de Alter estaban cubiertos de sangre, que goteaba hasta formar un charco en el suelo. La chica sintió un súbito frío, y se miró: ella también estaba cubierta de sangre.

A los gritos, cayó de rodillas mientras se golpeaba la cabeza con los puños. El psiquiatra se lanzó al suelo para sostenerla; cuando entraba en crisis, Verónica tenía una fuerza inusitada y una agresividad que siempre dirigía contra sí misma. Su frente se estaba poniendo roja por los golpes.

—¡Enfermero! —gritó el médico mientras forcejeaba con la chica—. ¡Rápido! ¡Trae la medicación para dormir!

Marcos se quedó congelado viendo la escena: los espeluznantes gritos de su pareja, el forcejeo del psiquiatra y el enfermero para inyectarla, y luego el desplome de la chica que al fin se había dormido. La colocaron en una silla de ruedas, y el enfermero la llevó por el pasillo. Al verla así, derrumbada y con la cabeza cayendo hacia un costado, Marcos comenzó a temblar.

—¡¿Quién lo dejó entrar sin mi autorización!? —gritó el psiquiatra, señalando al muchacho.

El guardia de seguridad de la puerta había llegado, alertado por el escándalo, y tuvo que admitir su error:

—Lo siento, doctor. No lo vimos entrar...

—¡Eres un incompetente! ¡Pusiste en riesgo el tratamiento de una de mis pacientes! —Después de gritarle al guardia, el psiquiatra encaró a Marcos—. ¡Y usted es mejor que se vaya!

—¡Doctor, por favor...! —le rogó el muchacho.

—¡No me diga nada, Marcos! ¡Usted sabía perfectamente que no podía venir sin cita previa, e igual lo hizo! ¡Si tanto quiere a su pareja, váyase de una vez y vuelva solo cuando yo se lo permita! —El profesional se dio vuelta y volvió a entrar a su consultorio. Luego cerró la puerta con un golpe seco.

—¡Sígame! —le gritó el guardia de seguridad a Marcos—. Por su culpa puedo perder el trabajo. ¿Lo sabía?

—Lo siento... —Las piernas del muchacho apenas lo sostenían mientras seguía al guardia, que a grandes zancadas recorrió el pasillo hasta llegar a la puerta de calle:

—¡Salga! —le ordenó. Cuando Marcos atravesó la puerta, el hombre la cerró con un golpe seco que repercutió en su espalda. A duras penas pudo llegar al estacionamiento y encontrar su auto. Cuando por fin se sentó tras el volante, por un rato fue incapaz de arrancar el motor.

                                                                   ***

Verónica durmió un día entero. Cuando al fin se despertó, otra vez atada a su cama, Alter estaba a su lado. La saludó con una sonrisa:

—¿Cómo estás, Verónica?

—No sé... No sé qué me pasó —musitó la chica.

—Yo tampoco lo sé. —Alter levantó los hombros e hizo un gesto negativo con la cabeza.

Verónica alcanzó a ver un detalle distinto en su alucinación:

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó.

—¿Ésto? —Alter recorrió con sus dedos una fina línea rojiza que comenzaba a un costado de su cuello y casi le llegaba a la nuez de Adán—. No te preocupes. No es nada.

Mente traicioneraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora