Capítulo 2- Enojo

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Alter era muy convincente: cuando Verónica tenía terapia, él se sentaba al lado del psiquiatra y respondía todas sus preguntas. La chica no sabía por qué repetía como una autómata todo lo que su alucinación le decía, aunque a veces no estuviera de acuerdo. Si dudaba o trataba de expresar sus propias ideas recibía unas insistentes señas para que obedeciera. Después, cuando estaban solos, los dos terminaban discutiendo.

Alter expresaba su satisfacción con gestos irritantes o sonoras risas, cuando lograba desarticular los argumentos de Verónica y probar que sus respuestas para el psiquiatra eran mejores que las suyas. Las frases irónicas y los ojos chispeantes de la alucinación lograban ofenderla, pero no por mucho tiempo, porque al rato él se apiadaba de ella y le daba la razón en alguna cosa sin importancia, solo para dejarla conforme. Verónica se olvidaba pronto del motivo de sus enojos, y seguía la charla con normalidad. Pero había una cosa que a la alucinación le causaba fastidio: que Verónica encontrara su diario, porque comenzaba a hacer preguntas:

—Alter, ¿recuerdas algo acerca de esos señores que dicen ser mis padres? —le preguntó la chica, mientras pasaba para atrás las páginas de su diario—. ¿Cómo son?

—Recuerdo muchas cosas, Verónica, pero algunas es mejor que no las sepas. Debes tener paciencia —le respondió Alter, siempre con su imperturbable sonrisa.

—¿Por qué no puedes contestarme una simple pregunta? —Verónica estaba empezando a perder la paciencia—. ¡¿En serio estás buscando que me enoje contigo?!

—Está bien. No te pongas así... —Alter no levantó el tono—. ¿Quieres que comience por tu madre o por tu padre?

—Mi madre, tal vez... —Verónica no recordaba nada de ella; ni siquiera le vino a la memoria el momento en el que había escrito, meses atrás, que sentía pena cada vez que la veía llorar.

—Muy bien —dijo Alter—. Tu madre es una mujer tranquila y silenciosa. Cuando viene a verte trata de abrazarte, darte un beso..., lo que hacen las madres con sus hijas. Pero tú no la dejas, y a veces llora por eso.

—Ahora cuéntame sobre mi padre —Verónica no quedó conforme con la primera respuesta: parecía que Alter buscaba hacerla enojar.

—Tu padre es un hombre en apariencia amable y simpático, aunque cuando está contigo y trata de acercarse a ti, también lo rechazas, y él se va triste porque no lo reconoces...

—¿Siempre hago cosas malas cuando estoy con ellos? —se quejó Verónica—. ¿Solo hago eso, hacerles daño?

—Me temo que sí —respondió Alter, que parecía no reaccionar a los estallidos de la chica: seguía tranquilo y mirando un punto en el horizonte mientras le hablaba—. No los enfrentas ni les hablas a pesar de que ellos quieren comunicarse contigo. Casi no les prestas atención, Verónica. Y eso está muy mal.

—Ni siquiera recuerdo lo que me dices, y eso no está anotado en este diario —replicó la chica, pasando páginas hacia atrás, con furia—. No sé si estás diciendo la verdad...

—¿Alguna vez te mentí...?

Verónica lo miró, furiosa: Alter sabía que ella se olvidaba de todo, y esa pregunta le sonó a ironía. Su respuesta fue igual de sarcástica:

—La verdad es que no eres muy digno de confianza, Alter. Las cosas que me dices no siempre concuerdan con lo que escribo aquí —le respondió, mientras sacudía el diario delante de su cara.

No supo lo que ocurrió luego; ese fue su último recuerdo del día. Lo que pasó después solo lo sabía Alter, pero nunca iba a decírselo:

—Muy bien. Entonces, si no confías en mí, no hay razón para que esté contigo. Ya me voy —le respondió. Después le lanzó una mirada desdeñosa y se dirigió a la puerta. Dos pasos antes de llegar a la salida, se esfumó en el aire. Verónica se quedó mirando el lugar por el cual había desaparecido, sin entender qué había pasado.

—¿Alter...? —lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Preocupada, se dirigió hacia la puerta, pensando que la alucinación le estaría gastando una broma, y que se había escondido del otro lado, para burlarse de ella. Pero en el pasillo no había nadie.

—¿Alter? ¡Alter! —gritó. Su preocupación se transformó en miedo, y comenzó a correr por el pasillo, gritando cada vez más fuerte, hasta que un enfermero la alcanzó y la tomó de los brazos para impedir que comenzara a golpearse el rostro, como lo hacía cada vez que perdía el control.

—¡Quédate quieta, Verónica! ¡Vas a hacerte daño! —El enfermero tuvo que ejercer un poco de fuerza sobre la chica, que se resistía—. ¡Llamen al doctor! ¡Otra vez está con sus alucinaciones...!

Verónica estaba tan fuera de sí que tuvieron que medicarla: sujetaron uno de sus brazos y le aplicaron un inyectable con un fuerte calmante que la durmió en minutos. Cuando despertó al otro día, con sus muñecas sujetas con correas a los costados de su cama, y el asqueroso pañal lleno de orina, Alter estaba parado al lado de la cama, esperando a que despertara. Ella lo vio y él le sonrió, como siempre.

—¿Qué me pasó? ¿Por qué estoy atada? —le preguntó la chica. La sensación de las correas, que le impedían moverse, le dio miedo, y sintió asco al notar que estaba sentada en un charco frío, adentro del pañal de adultos. Trató de darle unos tirones a las correas, pero solo logró que Alter frunciera el ceño y la observara con preocupación:

—Eso yo no puedo decírtelo, pero es importante que te quedes tranquila. Si los enfermeros te ven nerviosa, no van a soltarte —le aseguró.

—Está bien... —Como siempre, Verónica trató de obedecer a la alucinación, e hizo un esfuerzo por permanecer en calma. Cerró los ojos e intentó recordar qué le había pasado, pero nada vino a su mente.

Dos enfermeras entraron a la habitación:

—¡Buenos días, Verónica! ¿Cómo te sientes hoy?

—Bien, pero no sé por qué estoy así —les respondió ella, mientras levantaba sus manos todo lo que las correas le permitían.

—Todo está bien, no te preocupes. Digamos que ayer te pusiste un poco traviesa... —Las dos mujeres se miraron y se rieron entre ellas.

Aunque Verónica siguió haciendo preguntas, las mujeres ya no le dijeron más nada y cambiaron de tema mientras comenzaban a soltarla. Luego de que la ayudaron a pararse e ir a la ducha, la llevaron al comedor para que tomara su desayuno. Un rato después, Verónica se había olvidado del suceso. Alter le hablaba y le hacía gestos graciosos, para lograr que se riera delante de toda la gente que estaba en el comedor. Luego de que ella terminó su desayuno y volvió a la habitación, le reprochó a la alucinación que se divirtiera a su costa:

—¿Acaso quieres que los demás te descubran? —le preguntó.

—No van a descubrirme, no te preocupes. Yo siempre estaré aquí contigo. No pienso irme a ningún lado...

La chica estaba segura de que Alter le decía la verdad, y se quedó tranquila. Tenía hambre, y el desayuno estaba delicioso.

Mente traicioneraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora