Un día, Verónica llegó a la oficina y no vio a su socia:
—¿Ya llegó Blanca? —le preguntó a su secretario.
—Sí, Verónica. Está en la sala de juntas, jugando ajedrez.
La chica se extrañó: Blanca jugaba solo con ella. En la oficina muy pocos conocían el juego, y los que lo jugaban no eran contendientes dignos para el nivel de la menor, que se aburría horrores si ganaba con facilidad.
—¿Y con quién está jugando?
—Con Richard, el jefe del sector contable...
—¿Richard...? ¿En serio? —Verónica no podía creer lo que su secretario le decía: Richard era uno de los peores jugadores que le había tocado a Blanca en suerte, y la única vez que habían jugado una partida, la muchacha lo había derrotado en menos de cinco minutos. Pero era un chico extremadamente lindo y simpático, y a Blanca se le habían ido los ojos detrás de él varias veces mientras lo veía pasar, y el muchacho a veces devolvía con una ligera sonrisa las miradas de su socia. Verónica ató cabos:
—Tal vez mis juegos de ajedrez con Blanca se reduzcan un poco...
Pocos meses después, Blanca y Richard anunciaron que estaban de novios. Verónica y Marcos se pusieron muy felices por su amiga.
***
Todas las mañanas, antes de entrar a trabajar, Marcos corría un rato por un parque que quedaba a unas pocas cuadras de su apartamento. A veces Verónica lo acompañaba, pero otras, cuando la chica debía quedarse hasta tarde trabajando, dormía un poco más y él corría solo.
El parque, por las mañanas, siempre estaba lleno de gente, y algunos corredores, que ya lo conocían, lo saludaban cuando se lo cruzaban. Para Marcos ese rato de ejercicio, disfrutando del suave sol matutino mientras contemplaba la naturaleza, era un momento que le daba mucha paz y sosiego. Pero un día su paz se terminó.
Verónica aún dormía cuando la despertó el golpe de la puerta de calle: Marcos había entrado corriendo al apartamento y dio un portazo. Luego pasó la llave a la puerta, con prisa. Se detuvo en medio de la sala para recuperar el aliento.
—¿Marcos...? —Verónica se había levantado de un salto, asustada por el ruido, y fue a la sala. Se quedó mirando a su pareja, sorprendida al verlo jadeante e inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas—. ¿Qué te pasó?
El muchacho tenía los ojos agrandados por el miedo:
—Vero... —le pudo decir cuando recuperó el aliento—, Alejandro está aquí...
Marcos corría, como siempre, por el parque. En un principio no se dio cuenta del auto que iba tras él a corta distancia, muy lento, para no rebasarlo. Le pareció sentir un motor y giró la cabeza para verlo, sin mucho interés. Pero el auto siguió por unos metros más a su misma velocidad, y él, intrigado, empezó a prestar atención pero sin dejar de correr ni darse la vuelta. En un momento se detuvo, simulando que ataba uno de los cordones de sus zapatos deportivos, y el auto hizo lo mismo. Cuando finalmente frenó su carrera y giró para ver quién lo estaba siguiendo, vio que tras el volante del auto estaba Alejandro. El hombre mayor tenía los ojos clavados en él, como dos heladas estacas que congelaron su sangre.
Presa de los nervios, Marcos comenzó a correr, pero en dirección contraria, para dejar al coche a contramano y ganar unos preciosos minutos que le permitieran huir. Extrañamente, Alejandro no lo siguió, pero Marcos ya no pudo decirle a sus piernas que frenaran la loca carrera hasta su apartamento.
—¡Dios mío...! —Verónica sabía que ese día iba a llegar, pero se contagió con el miedo de su pareja, y comenzó a temblar—. Mis padres... —Tomó el teléfono para llamarlos, pero no lo pudo sostener entre las manos.
Marcos había gastado el resto de su energía en la carrera, y cayó desplomado en el sillón. La chica se sentó junto a él, y los dos se abrazaron por instinto.
—Llamaré a tus padres, y después a la policía... —Marcos tomó el teléfono de Verónica y buscó el número de contacto de sus suegros—. Soy Marcos. No salgan de su casa —dijo, con prisa—. Alejandro volvió. Nosotros estamos bien, no se preocupen, pero ustedes no salgan...
—No llames a la policía, Marcos... —La chica por fin había logrado controlarse un poco—. Es inútil; ellos no pueden hacer nada. Cuando llegué al país... —La chica le dijo la verdad a su pareja con la desesperación reflejada en sus ojos—. Lo siento, amor... No quise decirlo para que ni tú ni mis padres se pusieran nerviosos. Alejandro sabe bien lo que hace, y se acercó a ti para asustarte, pero no hizo nada ilegal. No tenemos motivos para denunciarlo...
—¡Desgraciado...! —Marcos parecía no querer soltar a su pareja, que se quedó quieta dentro de su abrazo protector—. De hoy en más tú y yo nos quedaremos siempre juntos. El problema son tus padres. Lo mejor es que se vayan de la ciudad por un tiempo.
Verónica estuvo de acuerdo y, un poco más calmada, volvió a llamar a sus padres para contarles sus ideas para protegerse de su expareja. Su padre tenía un hermano en el campo, y un par de días después, los mayores cerraron su casa y se fueron rumbo al pueblo en donde vivía su familiar.
Marcos y Verónica siguieron trabajando, pero trataban de estar siempre juntos:
—Me siento horrible... —A la chica le costaba concentrarse en su trabajo, y en una de sus continuas pausas se había angustiado—. Mis padres tuvieron que huir de la ciudad por mi culpa...
Marcos no estaba de acuerdo con ella:
—La culpa es de Alejandro, no tuya. —Enojado, le dio un fuerte manotazo a su escritorio—. ¡Él tiene que aprender a respetar tu decisión y dejarte en paz de una vez! Y si no lo hace, se las verá conmigo. ¡Ésta vez no voy a correr si lo veo...!
—¡No, Marcos! —exclamó la chica, alarmada—. ¡Prométeme que no lo enfrentarás!
—No puedo prometerte nada, amor —respondió Marcos, con firmeza—. La verdad es que vivir así, escondidos como si hubiéramos hecho algo malo, me tiene harto...
***
Si Marcos estaba harto de Alejandro, se iba a hartar aún más en las semanas que siguieron: el hombre mayor se les aparecía en los lugares menos pensados, sin hablarles ni molestarlos, pero denotando que sabía todos sus movimientos. Verónica comenzó a tener dificultades para dormir: la constante persecución de su expareja la volvía loca, y muchas veces pasaba la noche dando vueltas por el apartamento. Cuando un día vio a Alejandro en la esquina del consultorio de su psiquiatra, tomando un café en un bar, su ya desequilibrado cerebro explotó, y entró al lugar a encararlo:
—¡¿Qué es lo que quieres, Alejandro?! —Sin pensar, tiró de un manotazo todas las cosas que había en la mesa, y ya sin control alguno, le dio una bofetada.
El hombre mayor la observó con fingido miedo y sorpresa, mientras apoyaba la mano en su mejilla, que se había puesto roja por el golpe. En el bar, varios testigos vieron el injustificado ataque de la chica contra ese hombre que en apariencia solo estaba tomando un café, sin molestar a nadie. Alguien llamó a la policía, que encontró a Verónica descontrolada y a los gritos, rompiendo cosas en el establecimiento, y la detuvieron.
Marcos nunca pudo verla: Alejandro le había hecho una denuncia por lesiones y destrucción de propiedad privada. Verónica quedó detenida e incomunicada mientras se hacía una investigación.
Dos días después, el chico estaba en la oficina de Blanca, reunido con ella y con los otros abogados de la firma, tratando de buscar una solución para la comprometida situación judicial de Verónica, cuando sonó su celular: su pareja había sufrido un nuevo brote psicótico en la cárcel, y había atentado sin éxito contra su vida. La habían llevado de nuevo a la clínica psiquiátrica.
A Marcos se le aflojaron las rodillas y casi se fue al suelo; Blanca se apresuró a sujetarlo:
—¿Qué pasó? —exclamó—. ¡¿Quién te llamó?!
—Vero... un brote psicótico...
El chico se derrumbó, y Blanca solo atinó a abrazarlo y llorar con él.
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Mente traicionera
Fantasy⭐ Historia finalista en los Wattys 2023. Verónica está internada en una clínica psiquiátrica con un diagnóstico de esquizofrenia y amnesia. Su única compañía es una creación de su propia mente que la ayuda a recordar quién es, pero le oculta, por su...