Capítulo 17- Alejandro

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Tres años antes, recién dada de alta y con su desilusión a cuestas, Verónica había decidido enterrar su pasado y, como primera medida, retomó los estudios de abogacía. En una fiesta a la que la habían invitado unos compañeros de clase, estaba Alejandro, un hombre algo mayor que ella, que comenzó a observarla a la distancia. Cuando se dio cuenta de la intensa mirada fija sobre ella, Verónica se sintió rara, pero no demostró el rechazo que sintió Alter, que había aparecido poco después de su alta, y que no se despegaba de su lado:

—¿Y éste que quiere? —dijo la alucinación, después de hacer un gesto despectivo—. Viejo ridículo...

Verónica lo ignoró, como siempre. Miró a Alejandro y esbozó una sonrisa, y el hombre mayor se sintió con suerte. Se acercó a ella y la saludó. A pesar de las protestas de Alter, Verónica y Alejandro se quedaron juntos un rato, y cuando se despidieron intercambiaron sus números telefónicos.

Alter odiaba a Alejandro: desconfiaba de su exceso de carisma y de su personalidad, que no parecía tener ningún defecto; era exactamente lo que Verónica necesitaba, demasiado bueno para ser verdad. Cuando la besó por primera vez, la alucinación gritó su frustración. Pero Verónica no le hizo caso: lo único que quería era olvidar a Marcos.

Alejandro se enamoró de ella pero no logró que su amor fuera correspondido. Verónica se comportaba bien con él, pero a veces parecía distante y fría. Nunca le habló de su pasado, y cuando él intentó averiguar algo se topó con una barrera que no pudo atravesar. Eso lo atormentaba, porque estaba decidido a hacer que Verónica también se enamorara de él, y que entre ellos no hubiera secretos.

Después de un año de relación no logró que la chica lo considerara algo más que su amante: cuando quiso formalizar la relación y conocer a sus padres, ella se rió de él y dejó entrever que eso era muy antiguo. Alejandro se enfureció porque una de las cosas que más inseguro lo ponía era la diferencia de edad que tenían. Cada tanto insistía en que ella se fuera a vivir a su apartamento, pero solo consiguió ser rechazado una y otra vez.

—¡Déjalo ya, Verónica! ¿No te das cuenta de que está intentando adueñarse de tu vida? —le advirtió Alter, una tarde en la que Alejandro apareció de sorpresa en su oficina para esperarla, y así había obtenido la excusa perfecta para visitarla a cualquier hora, molestando a Blanca, a quien tampoco le gustaba ese hombre.

De a poco Alejandro se volvió posesivo y celoso, sobre todo de los hombres jóvenes. Tenía una especial inquina contra el secretario de Verónica, que era menor que ella, y con el que tenía una relación demasiado cordial para su gusto:

—Me gustaría que tuvieras una secretaria mujer, amor... —le dijo un día en que, sentado tras su escritorio, esperaba a que la chica terminara su horario de trabajo, para llevarla a su casa.

—¡Uuuh... ya empezó! —exclamó Alter, molesto.

—Mi secretario tiene novia, Alejandro —respondió Verónica, indiferente.

—Igual, no me gusta que esté cerca de ti. —El hombre se levantó de su asiento con la intención de acercarse y besarla, para que todos en la oficina los vieran y supieran que Verónica era suya.

—¿Qué haces? —Con frialdad, la chica lo detuvo y lo miró con aire severo —Hoy estoy muy ocupada. No sé a qué hora voy a terminar. ¿Podemos vernos otro día? —Sin sutilezas, lo estaba echando de su oficina. Disimulando su rabia, el mayor se despidió de ella y se marchó.

—¡Por fin te decidiste a ponerlo en su sitio! —Alter dio unos saltitos triunfantes por la oficina.

—¿Puedes callarte? —respondió la chica, con la misma frialdad que había usado con su pareja—. Si pudiera, también te pondría a tí en tu sitio. ¡Muy lejos de aquí!

                                                                                    ***

Cuando Verónica se fue de viaje sin avisarle, Alejandro trató de llamarla por teléfono, pero sus llamadas iban directo al buzón de mensajes. Verónica tampoco aparecía en las redes sociales ni en las aplicaciones de mensajería. Se la había tragado la tierra. Frustrado y celoso, logró averiguar la dirección de la casa de sus padres, y se apareció allí de sorpresa. Los mayores ni siquiera sabían que su hija tenía pareja. La chica aún vivía con ellos, y faltaba a su casa algunas noches a la semana, pero ellos no hacían preguntas.

La entrevista de los tres fue tensa y extraña, y al final Alejandro no tuvo más remedio que retirarse porque los mayores no sabían, o no habían querido decirle, dónde estaba su hija.

—¿Ese hombre será pareja de Verónica, como dice? —preguntó la señora, preocupada.

—No lo sé —respondió su esposo, tan preocupado como ella—. Pero si es así, no me gusta nada su actitud.

Para no asustarlos, después de que llegó a Dublín, Verónica los había llamado para comunicarles su decisión de buscar a Marcos para aclarar las cosas. Pero les advirtió que nadie debía saber dónde estaba. Por fin los mayores se daban cuenta del motivo de esa advertencia.

                                                                              ***

Después de recorrer las heladas calles de Dublín y caminar un rato por la costa del río buscando calmarse, Verónica llegó a su hotel, se dió un baño caliente y se metió en la cama para entrar en calor. Era su sexta noche en el país y no había vuelto a ver a Marcos. Distraída, tomó su teléfono y abrió la aplicación de mensajería. El aparato empezó a sonar, anunciando mensaje tras mensaje entrante. La mayoría eran de Alejandro.

—¿El tóxico se volvió loco otra vez? —le preguntó Alter, con sarcasmo.

La chica, en su necesidad de sacarse a Alter de encima, buscó en el cajón de la mesita de noche y tomó varias cajas de medicamentos. Sacó tres comprimidos y se los tomó juntos, con un poco de agua.

—Te estás volviendo adicta a esas porquerías, mujer. Ya no te hacen efecto. Como verás, sigo aquí... —El tono irónico de Alter ya se estaba haciendo insoportable.

Ella, aún sin hacerle caso, volvió a tomar el teléfono y leyó los mensajes:

«¿Dónde estás, amor?».

«¿Por qué no me contestas, amor? ¿Dónde estás?».

«Verónica, ¿pasó algo? ¡No me asustes!».

«Necesito que me llames, Verónica, por favor».

«¡Quiero saber dónde estás, Verónica!».

«¡¿Por qué demonios no me contestas?!».

«Estás con otro, ¿verdad? ¡Me estás engañando!».

—¡Por dios! ¡Ese tipo es un enfermo! —exclamó Alter, que aún seguía allí. Los comprimidos no habían hecho su efecto, pero a la chica le estaba dando sueño. Tecleó con lentitud en su celular:

«Estoy en un viaje de negocios. Volveré en unos días. Deja de perseguirte y ya no me escribas tonterías».

El celular de Alejandro sonó, y el hombre pudo por fin leer el frío mensaje de su pareja.

—¡Desgraciada! ¡En verdad me estás engañando! —Furioso, tiró el celular, que voló por el aire y se estrelló contra una pared.

                                                                                ***

Verónica por fin pudo dormirse. Había decidido buscar a Marcos al día siguiente y terminar la charla que habían empezado. Pero no sabía que a miles de kilómetros de distancia se estaba gestando una tormenta: Alejandro estaba moviendo sus influencias, tratando de averiguar a dónde se había ido.

—¡Las cosas no se van a quedar así, Verónica...! —exclamó el hombre, mientras buscaba en su celular, que tenía la pantalla rota pero aún funcionaba, el contacto de un conocido que podía ayudarlo a investigar a su pareja—. ¡Si descubro que me estás engañando, me las vas a pagar!

Mente traicioneraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora