Prólogo: Un Mundo Nuevo

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Algún lugar de América del Norte. Enero de mil uno.

Alyssa se despertó en un bosque junto a lo que parecía un altar para sacrificios. Aunque era invierno, no tenía frío. Iba bastante abrigada y los mamodos eran capaces de soportar los cambios de temperatura mucho mejor que los humanos. Aún era noche cerrada, todo estaba en calma. Los animales dormían y solo se oía el paso del viento entre las ramas. Los árboles olían a humedad y la nieve lo cubría todo.

Estaba aturdida por el viaje, pero se puso en pie y se sacudió las hojas secas y las ramitas de césped que se le habían pegado a la ropa. En otro momento y en otro lugar, se habría dicho que llevaba un vestido gótico, pero aún tendrían que pasar muchos años para que la palabra «gótico» llegara a Europa y muchos, muchos años más, para que llegara al continente americano. Alyssa era una niña de doscientos noventa y ocho años, que es el equivalente a doce años humanos. Tenía el pelo largo y negro. Lo llevaba recogido con dos trenzas que le acariciaban la cintura. El vestido azabache le llegaba hasta las rodillas. Las enaguas y el sobretodo eran del mismo color, al igual que las medias y los zapatos de hebilla con tacón bajo que calzaba. Su piel blanca resaltaba entre tanta oscuridad y las marcas negras, que salían de sus ojos hacia arriba y hacia abajo, parecían tatuajes tribales.

Echó a andar hacia el norte, como le indicaba su libro. El sol empezó a despuntar en el bosque tranquilo y podía oír los pájaros piando sobre los árboles. Después de muchas horas de camino, encontró a unas mujeres que recogían ramas en el bosque. Alyssa se acercó a ellas y las saludó:

—Buenos días, ¿podrían decirme en qué lugar me encuentro?

Las mujeres la miraron con el rostro descompuesto. Tenían la piel rojiza y el cabello negro y lacio. Sus ropas eran completamente diferentes a las que llevaba la mamodo. Huyeron mientras gritaban:

—¡Un demonio! ¡En el bosque hay un demonio!

Alyssa no estaba dispuesta a esperar a que vinieran más humanos a buscarla. Ya le avisaron de que esa gente era muy supersticiosa y que lo mejor era alejarse de ellos mientras no pudiera usar sus poderes.

La mamodo se internó en el bosque y se alejó tanto como pudo de esas personas. Era muy rápida. A pesar de su corta edad, había entrenado su cuerpo para ser veloz, fuerte e invencible. De los cien mamodos que habían ido al mundo humano a competir, ella estaba en el puesto trece. Era la chica con el número más alto en la lista. No había sido por casualidad que le hubieran otorgado el libro negro.

Siguió su camino hacia el norte. Recorrió bosques, cruzó ríos. Hacía frío y la nieve la sorprendió en más de una ocasión. Los animales hibernaban y las plantas estaban secas. Apenas podía encontrar alimentos, pero había peces en las aguas y se ocultaban roedores y pájaros en los árboles. Además, las ardillas almacenaban nueces para pasar el invierno.

La falda se le enganchaba continuamente en las ramas de los arbustos. Se preguntaba si había sido buena idea ir vestida así a un combate, pero su madre insistió en que esa ropa la protegería tanto del frío como del calor. Le dijo que si quería ser reina, tenía que acostumbrarse a llevar ropa acorde con el rango. Ella misma le había hecho el vestido con tejido mágico, así que Alyssa no se preocupaba si se manchaba o se lo rasgaba, ya que al día siguiente estaría de nuevo impecable.

Tras muchas semanas de camino, su libro le indicó que su compañero no estaba lejos. Alyssa aminoró la marcha y, con mucha desconfianza, se acercó a un poblado. Avanzó entre los árboles y oyó el canturreo de una niña. Al verla, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Era una chica de trece años que se encontraba atareada entre los árboles. Era un poco más alta que Alyssa, tenía la piel rojiza y el pelo negro lo llevaba largo y suelto. Vestía ropas hechas de piel de cervatillo. Levantó la vista, se quedó mirando a la mamodo sin poder moverse y dejó caer unas ramas que había recogido en el bosque.

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