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Nam estaba de pie bajo la lluvia, mirando fijamente la pequeña y destartalada casa de Lassiter Avenue que constituía su última esperanza. La pintura blanca se estaba desconchando, los pocos y esqueléticos arbustos que había necesitaban urgentemente una poda, y si observabas más la lista de contras podría continuar. En su favor había que decir que el pequeño patio trasero estaba vallado. Nam se esforzó por encontrar más cosas buenas en esa casa, pero no halló ninguna. Lo único, es que estaba libre.

-Permítame que busque la llave, y entraremos -dijo la dueña, la señora Phipps, al tiempo que revolvía en su voluminoso bolso. La señora Phipps no alcanzaba el metro y medio de altura, era casi igual de ancha que de alta. Subió resoplando a la acera rota y salvó un tramo que había desaparecido del todo.

-No es nada lujosa - advirtió, aunque Nam se preguntó por qué creía necesario advertirlo de nada. -Sólo tiene una salita, una cocina, dos dormitorios y un cuarto de baño.

El hundido porche de madera pareció ceder un poco más bajo el peso de la señora Phipps; Nam permaneció detrás de ella. La señora Phipps alcanzó la puerta sin incidentes y se puso a forcejear con la recalcitrante cerradura. Por fin giró la llave, y dejó escapar un gruñido de satisfacción.

-Ya está. Lo limpié todo después de que se marcharan los últimos inquilinos que estuvieron aquí, así que no tiene que preocuparse por la suciedad ni nada parecido.

La casa, en efecto, estaba limpia, tal y como observó Nam con alivio al entrar. Olía a rancio, claro pero era porque estaba vacía. Las habitaciones eran pequeñas, la cocina apenas lo bastante grande para que cupiera en ella una mesa pequeña y dos sillas. Los suelos eran todos de linóleo agrietado, pero se podrían tapar con alfombras. El baño también era pequeño. Un calentador pequeño sobresalía de la pared.

Nam paseó en silencio de nuevo por las habitaciones, intentando imaginarlas transformadas en un hogar acogedor. Si se quedaba con la casa, tendría que comprar aire acondicionado, alfombras, electrodomésticos y muebles. Para el dormitorio ya tenía sus muebles, gracias a Dios , pero al menos iba a gastarse unos seis mil dólares en volver aquel lugar habitable. El dinero lo tenía, aquél no era el problema, pero jamás se había gastado una suma tan grande en toda su vida.

Podía gastarse aquel dinero, o podía quedarse en casa de su madre y vivir allí hasta que se hiciera viejo y se muriera.

Solo.

-Me la quedo -dijo en voz alta, una frase que le sonó extraña y lejana, como si la hubiera pronunciado otra persona.

El regordete rostro rosado de la señora Phipps se iluminó.

-¿De verdad? No pensaba... Es decir, no parecía usted ser de los que... Esta calle era antes decente y agradable, pero el vecindario ha decaído y... -Se quedó sin fuerzas, incapaz de expresar su sorpresa.

Nam lo comprendió. Tan sólo una semana antes -¡cielo santo, incluso ayer mismo! - él tampoco se habría imaginado a sí mismo viviendo allí.

Tal vez estuviera desesperado, pero no era patético. Se cruzó de brazos y puso su mejor cara de bibliotecario.

-El porche de la entrada necesita urgentemente una reparación. Me encargaré yo por usted, sí quiere, siempre que descuente el coste de la reparación de la cuota del alquiler.

-¿Y por qué iba yo a hacer eso?

-Dejará de cobrar esa parte de la renta en efectivo, cierto, pero a la larga su propiedad tendrá más valor y podrá cobrar un alquiler más alto la próxima vez.

Nam esperaba que la señora Phipps fuera de las que ven las ventajas a largo plazo.

-No creo que pueda pasarme sin ese dinero extra durante tanto tiempo -dijo la señora Phipps, titubeante.

Los Treinta y Cuatro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora