3

366 46 1
                                    

Al alcalde Temple Nolan le encantaba su pueblo. Hilisboro era insólitamente compacto para ser una población del sur, donde la tierra era barata y fértil.

Había pináculos de iglesias blancas perforando el cielo, grandes nogales y robles con sus enormes copas verdes desplegadas, jardines cuajados de flores; diablos, incluso tenían una plaza del pueblo.

El ayuntamiento, un edificio de dos plantas de ladrillos amarillos, se encontraba a un lado de la plaza, flanqueado por el departamento de policía y la biblioteca municipal, de columnas blancas, el primero gobernado por el jefe Jeon Jungkook, un yanqui áspero y duro, y el segundo por Kim Namjoon, un viejo solterón apergaminado donde los hubiera. No es que fuera tan viejo, pero sí que estaba apergaminado.

Era un pueblo tranquilo, como cualquier otra población de poco más de nueve mil habitantes. No había bares ni clubes nocturnos; era un condado abstemio. Si uno quería beber alcohol -legalmente- tenía que irse hasta Scottsboro, que se había separado del resto del condado y votado por permitir el alcohol. Claro que la gente siempre trataba de llevarse alcohol a casa, y el departamento de policía tendía a mirar a otra parte mientras lo hicieran así. No obstante, tomaba medidas enérgicas contra aquellas personas que pretendían beber y conducir al mismo tiempo, y se mantenía alerta por si algún adolescente intentaba llevarse furtivamente unas cajas de cerveza para alguna fiesta. Y aunque también había gente que fumaba marihuana o tomaba pastillas, Temple Nolan se esforzaba mucho por mantener Hilisboro limpio de drogas.

Aquélla era una de las razones por las que había elegido como jefe de policía a Jeon Jungkook, Jeon había trabajado en Chicago y en Nueva York; tenía amplia experiencia. Aunque sus métodos fueran a veces un tanto brusco... Bueno, había que aceptar los pros y los contras. Hilisboro debía seguir siendo un lugar pacífico y limpio, tal como a él le gustaba, y el jefe de policía estaba demasiado aislado para enterarse de cosas que no necesitaba saber. Hasta el momento, aquello había funcionado bien.

Temple llevaba nueve años siendo alcalde. Tenía sólo cuarenta y cinco años, y era un hombre delgado y apuesto de ojos azules y cabello oscuro y cuidado. Jennifer Whítehead, ágil y rubia, se había convertido en la señora de Temple Nolan en junio, después de sacarse el título universitario en administración de empresas. Al año siguiente se produjo la llegada de Jason, y tres años más tarde nació aquella rubita llamada Paige. Los retratos de su familia parecían de revista, como un folleto de planificación familiar. Eran unos chicos estupendos; gracias a Dios que ninguno de los dos se parecía a su madre. Sí, Jennifer era la oveja negra de la familia. La buena de Jennifer; Temple debería haber comprendido que si ya era una chica fácil en el instituto y en la universidad, el matrimonio no iba a cambiarla. Sabía que se había metido en la cama casi con todo el mundo.

Su carrera política probablemente soportaría la conmoción que supondría divorciarse de ella, pero no tenía intención alguna de hacerlo. Por un lado, los chicos adoraban a su madre y él no quería causarles daño; por el otro, Jennifer tenía sus ventajas. Estaba seguro de que ella le había hecho ganar unos cuantos votos solidarios y además, si él necesitaba cerrar un trato o devolver un favor, Jennifer estaba siempre dispuesta a quitarse las bragas y meterse en la cama.

Su número privado, empezó a sonar. Después de mirar primero hacia la puerta cerciorarse de que estaba cerrada, Temple atendió la llamada.

-¿Si? -Nunca decía su nombre, por si acaso.

-Tenemos un pequeño problema con el envío -dijo una voz que reconoció.

-¿Va a haber retraso en la salida?

-Sí. Quizá desees ocuparte esto tú mismo.

Temple maldijo para sus adentros; ahora tendría que ir en automóvil casi hasta Huntsville. Pero Glenn Sykes era un hombre capaz; no habría dicho que tenía que supervisar si no se tratara de algo serio.

-Me tomaré un buen rato para comer -dijo brevemente.

-Ven al granero -dijo Sykes- Te estaré esperando.

Los dos hombres colgaron, y Temple devolvió el auricular a su horquilla lentamente.

Tres horas más tarde, de pie en el interior de un viejo y destartalado granero, contempló el problema y maldijo en silencio mientras calculaba la pérdida de beneficios.

-¿Qué ha ocurrido?

-Sobredosis -contestó Glenn Sykes sucintamente.

-¿GHB?

-Sí

-Mitchel

Sykes no lo contradijo, y Temple suspiró.

-El señor Mitchel se está convirtiendo en un problema.

Aquélla no era la primera vez que Mitchel había drogado a una de las chicas con GHB. Aquel enfermizo hijo de puta las prefería inconscientes para follárselas; y fuera cual fuera su razonamiento, era la segunda vez que mataba a una de las chicas con GHB.

Sykes lanzó un gruñido.

-Mitchel ha sido un problema. Ese jodido idiota causa más problemas de lo que vale.

-Estoy de acuerdo.

-¿Quiere que prepare algo?

-Me temo que tendremos que hacerlo. Las diversiones y los jueguecitos de Mitchell nos están costando dinero.

Sykes se sintió aliviado. No le gustaba trabajar con jodidos aguafiestas. Sykes señaló el bulto que yacía en el suelo.

-¿Qué quieres que haga con el cadáver?

Temple reflexionó.

-¿Cuánto tiempo ha pasado?

-Casi cuatro horas desde que me enteré.

-Espera otro par de horas para estar seguros, y luego tíralo.

La composición química del GHB desaparecía al cabo de seis horas, lo cual hacía que fuera imposible de detectar a menos que se encontrara un cadáver y se le hicieran pruebas dentro de ese margen de tiempo. Después, quizá las autoridades sospecharan del GHB, pero no habría forma de probarlo.

-¿Alguna preferencia en cuanto al lugar?

-No, mientras no guarde relación con nosotros. - Sykes se frotó la mandíbula.

-Entonces creo que me la llevaré a Marshall County; cuando la encuentren, pensarán que no es más que otra de esas trabajadoras emigrantes y nadie se molestará mucho en identificarla. -Levantó la vista hacia el tejado de estaño, donde no cesaba de repiquetear la lluvia-. El tiempo nos ayudará; no quedará ninguna huella que rastrear, ni aunque los patanes de Marshall decidieran hacer un esfuerzo.

-Buena idea.

Dejó escapar un suspiro al contemplar aquel pequeño bulto. La muerte no sólo dejaba inmóvil un cuerpo; también lo reducía a un mero bulto, desprovisto de la tensión y la gracia inherente que la fuerza vital aportaba a los músculos.

-Voy a llamar a Phillips para informarlo de lo sucedido y de lo que vamos a hacer en lo que a Mitchell respecta.

Temple no tenía ningunas ganas de hacer aquella llamada, porque odiaba reconocer que había cometido un error y porque la decisión de contratar a Mitchell había sido suya.

Bueno, era un error que pronto se subsanaría.

Los Treinta y Cuatro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora