Temple Nolan estaba más que sorprendido al descubrir que el número de matrícula pertenecía a el bibliotecario. No podía creerlo. Sykes había dicho claramente que se trataba de un hombre rubio, y Nam tenía el pelo castaño. Además, dudaba que él hubiera visto alguna vez el interior de un local nocturno; era el perfecto estereotipo de el viejo solteron de pueblo que se pasaba la vida entera en casa, que adoraban los niños del barrio porque les daba los mejores dulces en Halloween y que acudía a la iglesia tres veces por semana.
Pero entonces lo asaltó un vago recuerdo, un retazo de una conversación entre dos funcionarios municipales que había captado al pasar por delante de ellos en el vestíbulo, acerca de que Nam estaba pasando una nueva hoja o que estaba cambiando los pétalos, algo referido a la horticultura. A lo mejor Nam había intentado salir un poco. Pero aun así parecía, tan impropio de él que Temple no terminaba de creérselo, aunque merecía la pena comprobarlo.
Podía haber preguntado a Nadine, su secretaria, si había oído algún chismorreo acerca de Nam, pero aquella gélida sensación de miedo lo había vuelto más cauteloso. Si Nam era en verdad el tipo que había visto Sykes, Temple no quería que Nadine recordara que él le había hecho preguntas al respecto justo antes de que apareciera muerto o desapareciera, fuera lo que fuera lo que organizara Sykes.
Así que le dijo a Nadine que pensaba ausentarse unos minutos y se acercó a la biblioteca. Ni siquiera tuvo que entrar; miró por el cristal de la puerta y allí lo vio, sentado detrás del mostrador de recepción, con la cabeza inclinada sobre unos papeles... una cabeza rubia. Nam se había aclarado el pelo.
Sintió un profundo malestar en el estómago. Regresó andando a su oficina, con la cabeza gacha. Al entrar, Nadine le dijo alarmada:
-Alcalde, ¿se encuentra bien? Está pálido.
-Me duele el estómago -contestó él, diciendo la verdad-. Creí que me vendría bien tomar un poco de aire fresco.
-Tal vez debiera irse a casa -dijo su secretaria con gesto de preocupación. Nadine era la típica mujer maternal, siempre cuidando de sus nietos, y tendía a dar más consejos médicos que los doctores que había en el pueblo.
Tenía previsto almorzar con el alcalde de Scottsboro, así que negó con la cabeza.
-No es más que un poco de indigestión. Esta mañana me he tomado un zumo de naranja.
-Ahí está la razón -dijo Nadine al tiempo que abría un cajón del escritorio y sacaba un frasco-. Tenga, tómese un Maalox.
Él aceptó mansamente dos tabletas y las masticó obediente.
-Gracias -dijo, y volvió a su despacho. Uno de aquellos días Nadine le diagnosticaría una indigestión a alguien que estuviera sufriendo realmente un ataque al corazón, pero por lo menos en su caso sabía exactamente por qué tenía el estómago revuelto.
Se cercioró de que su puerta estuviera bien cerrada y a continuación fue hasta su teléfono particular y llamó a Sykes. Había que hacer... lo que había que hacer.
Jungkook tomó prestada una camioneta de uno de sus agentes, se quitó la corbata, se puso unas gafas de sol y una gorra con visera y siguió al alcalde a su almuerzo con el alcalde de Scottsboro. No vio nada sospechoso, pero eso no le sirvió para relajarse. No podía relajarse en lo que concernía a Nam. Todos sus instintos, agudizados como púas tras varios años desempeñando un trabajo peligroso, estaban alerta y rastreando en busca de un objetivo.
Nam, por supuesto, era ajeno a la tormenta que él percibía a su alrededor. Una de las cosas que más le gustaban de él era la absoluta visión positiva que tenía de las cosas; no era ceguera ante la maldad, sino simplemente una aceptación de que aunque no todo era maravilloso la mayoría de las cosas sí lo eran. No había más que fijarse en su actitud hacia Barbara Clud, aquella chismosa, su aceptación de su manera de ser, de modo que si ibas a su farmacia, tenías que contar con que ella le explicase a todo el mundo lo que habías comprado. Sin embargo, en aquel momento Jungkook se habría sentido mejor si Nam hubiera sido más suspicaz; tal vez eso lo habría vuelto un poco más precavido. Por lo menos iba a comprarse un perro que lo protegiera. Aunque él no pudiera estar allí por las noches, al menos contaría con un sistema de alarma de dientes bien afilados.

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Los Treinta y Cuatro
Fiksi PenggemarEsta historia es solo una adaptación realizada solo con fines de entretenimiento. Todos los derechos pertenecen a el autor de dicha obra.