Glenn Sykes era un profesional: cuidadoso, prestaba atención a los detalles y no se permitía implicarse emocionalmente. Nunca había pasado ni un solo día en la cárcel; de hecho, como conductor poseía un expediente totalmente limpio. Y no es que en su vida no le hubieran puesto una multa, sino que el permiso de conducir que enseñaba iba a nombre de otro, una identidad alternativa que prudentemente se había fabricado hacía ya unos quince años.
Una de las razones por las que tenía éxito era que no llamaba la atención sobre su persona.
Cualquiera que lo viera a él lo clasificaría automáticamente como el típico ciudadano medio, casado y con un par de hijos, y una casa de tres dormitorios en una parcela antigua.
No llevaba ningún pendiente, ni cadena ni tatuaje; todas aquellas cosas, por pequeñas que fueran, eran detalles en los que se fijaba la gente. Siempre llevaba su cabello de color arena bastante corto, usaba un reloj de pulsera corriente, y cuidaba mucho lo que decía. Sabía ir y de hecho iba a todas partes sin atraer indebidamente la atención.
Por eso estaba tan disgustado con Mitchell. La estupidez de Mitchell podía valerles a todos una condena de cárcel.
Lo malo del asunto era que si Mitchell no era capaz de se que le levantase con una persona consciente, había otras maneras de conseguirlo. El GHB era una mierda; se podía tomar una vez sin que a uno le pasara nada, sólo una laguna en la memoria. Pero a la siguiente, podía destrozarte el cerebro.
Así que había que hacerle desaparecer. Aunque el alcalde Nolan no había dicho nada, Sykes ya había decidido que era hora de empezar a moverse.
Ahora bien, lo primero que debía hacer era encontrar a aquel cabrón. Con su talento de cucaracha para la supervivencia, seguro que se había escondido bajo tierra. Y como sabía que ya estaba asustado, decidió poner en marcha su plan para pasar inadvertido. Aunque habría sido una satisfacción ir simplemente hasta la caravana de aquel hijo de puta y haberle disparado un tiro entre los ojos en cuanto abriera la puerta, una vez más aquel tipo de cosas tendían a llamar la atención. Mitchell tenía vecinos, y la experiencia le decía que los vecinos siempre están mirando por la ventana justo cuando no deben. Además, podía deshacerse de él de formas mucho menos llamativas. Con suerte, hasta podría conseguir que pareciera un accidente.
Mitchell conocía su coche, así que tomó prestado el de un amigo y viajó hasta el barrio donde vivía, si es que se podía llamar barrio a dos caravanas destartaladas y una casa de madera cochambrosa, rodeadas de basura. Él no miró abiertamente ninguno de aquellos lugares mientras conducía; haciendo uso de su visión periférica buscó la furgoneta azul de Mitchell, pero no estaba. Volvería a dar otra pasada por la noche, para ver si había alguna luz encendida, pero en realidad no esperaba que la cucaracha reapareciese tan pronto.
El hecho de ver cómo vivía Mitchell siempre le recordaba lo cerca que había estado él mismo de acabar así.
Pero él procedía de la misma chusma; sabía exactamente cómo pensaba aquel bastardo, cómo operaba.
Con un ojo puesto en el futuro, Sykes ahorraba hasta el último dólar que le era posible. Vivía con sencillez, pero con limpieza. No tenía costumbres ni vicios caros. Hasta jugaba un poco en la Bolsa. Un día, cuando tuviera suficiente -aunque no estaba seguro exactamente de cuánto era suficiente-, lo abandonaría todo y se iría a vivir donde no lo conociera nadie, abriría un pequeño negocio y se asentaría como un miembro respetado de la comunidad. Hasta puede que se casara y tuviera un par de chiquillos.
Por lo tanto, Mitchell no sólo estaba poniendo en peligro su futuro inmediato, sino también todos sus planes. Y aquellos planes eran los que lo habían sacado del cubo de la basura de la casa en que se había criado.
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Los Treinta y Cuatro
Fiksi PenggemarEsta historia es solo una adaptación realizada solo con fines de entretenimiento. Todos los derechos pertenecen a el autor de dicha obra.